Thursday, June 19, 2008
263 - Sosegar la inquietud de los demás
Daniel Goleman en su libro “Inteligencia emocional”, pp. 192-194, narra un caso real de lo que él llama el resplandor emocional:
Si la capacidad de sosegar la inquietud de los demás es una prueba de la destreza social, el hecho de hacerlo en pleno ataque de rabia constituye una auténtica demostración de maestría.
Los datos sobre autorregulación de la angustia y contagio emocional sugieren que una estrategia eficaz puede ser la de distraer a la persona airada, empatizar con sus sentimientos y con su perspectiva y luego dirigir su atención a un foco alternativo, uno que le conecte con una campo de sentimientos más positivos, algo que bien pudiera calificarse como una especie de judo emocional.
El mejor ejemplo que recuerdo de esta habilidad sutil en el arte de la influencia emocional me lo contó mi difunto amigo Terry Dobson quien, en la década de los cincuenta, fue uno de los primeros norteamericanos que viajó a Japón a estudiar aikido.
Una noche mi amigo volvía a casa en el metro de Tokio cuando entró en el vagón un enorme, belicoso, ebrio y sucio trabajador. El hombre, tambaleándose, comenzó a asustar a los pasajeros gritando todo tipo de imprecaciones y empujó a una mujer que llevaba consigo un bebé, lanzándola hacia donde se encontraba una anciana pareja, que entonces se levantó de golpe y huyó precipitadamente al otro extremo del vagón. El borracho dio unos cuantos golpes más y, en su rabia, cogió la barra de metal que se hallaba en medio del vagón y, con un rugido, trató de arrancarla.
En aquel momento Terry, que se hallaba en plenas condiciones físicas debido a su entrenamiento diario de ocho horas de aikido, se sintió llamado a intervenir antes de que alguien quedara seriamente dañado. Entonces recordó las palabras de su maestro:
“el aikido en el arte de la reconciliación y quien lo considere como una lucha romperá su conexión con el universo. En el mismo momento en que tratas de dominar a los demás estás derrotado. Nosotros estudiamos la forma de resolver los conflictos, no de iniciarlos”.
Ciertamente, cuando Terry emprendió su aprendizaje se comprometió con su maestro a no iniciar nunca una pelea y a utilizar este arte marcial sólo como una forma de defensa. Ahora acababa de descubrir una oportunidad para poner a prueba su práctica del aikido en la vida real, en lo que era un caso claro de legítima defensa. Es por ello que, mientras los demás pasajeros permanecían paralizados en sus asientos, Terry se levantó lenta y deliberadamente.
Al verle, el borracho bramó:
-¡Ah, un extranjero! ¡Lo que tú necesitas es una lección sobre modales japoneses!- y se dispuso a lanzarse sobre Terry.
Pero cuando estaba a punto de hacerlo alguien gritó en voz muy alta y divertida:
-¡Eh!
El grito mostraba el tono jovial de alguien que había reconocido súbitamente a un querido amigo. El borracho, sorprendido, se dio la vuelta y vio a un diminuto japonés de unos setenta años ataviado con un kimono que permanecía sentado.
Si la capacidad de sosegar la inquietud de los demás es una prueba de la destreza social, el hecho de hacerlo en pleno ataque de rabia constituye una auténtica demostración de maestría.
Los datos sobre autorregulación de la angustia y contagio emocional sugieren que una estrategia eficaz puede ser la de distraer a la persona airada, empatizar con sus sentimientos y con su perspectiva y luego dirigir su atención a un foco alternativo, uno que le conecte con una campo de sentimientos más positivos, algo que bien pudiera calificarse como una especie de judo emocional.
El mejor ejemplo que recuerdo de esta habilidad sutil en el arte de la influencia emocional me lo contó mi difunto amigo Terry Dobson quien, en la década de los cincuenta, fue uno de los primeros norteamericanos que viajó a Japón a estudiar aikido.
Una noche mi amigo volvía a casa en el metro de Tokio cuando entró en el vagón un enorme, belicoso, ebrio y sucio trabajador. El hombre, tambaleándose, comenzó a asustar a los pasajeros gritando todo tipo de imprecaciones y empujó a una mujer que llevaba consigo un bebé, lanzándola hacia donde se encontraba una anciana pareja, que entonces se levantó de golpe y huyó precipitadamente al otro extremo del vagón. El borracho dio unos cuantos golpes más y, en su rabia, cogió la barra de metal que se hallaba en medio del vagón y, con un rugido, trató de arrancarla.
En aquel momento Terry, que se hallaba en plenas condiciones físicas debido a su entrenamiento diario de ocho horas de aikido, se sintió llamado a intervenir antes de que alguien quedara seriamente dañado. Entonces recordó las palabras de su maestro:
“el aikido en el arte de la reconciliación y quien lo considere como una lucha romperá su conexión con el universo. En el mismo momento en que tratas de dominar a los demás estás derrotado. Nosotros estudiamos la forma de resolver los conflictos, no de iniciarlos”.
Ciertamente, cuando Terry emprendió su aprendizaje se comprometió con su maestro a no iniciar nunca una pelea y a utilizar este arte marcial sólo como una forma de defensa. Ahora acababa de descubrir una oportunidad para poner a prueba su práctica del aikido en la vida real, en lo que era un caso claro de legítima defensa. Es por ello que, mientras los demás pasajeros permanecían paralizados en sus asientos, Terry se levantó lenta y deliberadamente.
Al verle, el borracho bramó:
-¡Ah, un extranjero! ¡Lo que tú necesitas es una lección sobre modales japoneses!- y se dispuso a lanzarse sobre Terry.
Pero cuando estaba a punto de hacerlo alguien gritó en voz muy alta y divertida:
-¡Eh!
El grito mostraba el tono jovial de alguien que había reconocido súbitamente a un querido amigo. El borracho, sorprendido, se dio la vuelta y vio a un diminuto japonés de unos setenta años ataviado con un kimono que permanecía sentado.
El anciano sonrió con alegría al borracho y le saludó con un leve movimiento de la mano y un animoso:
-¡Venga aquí!
El borracho se acercó dando zancadas a él preguntando, con un agresivo:
-¿Y por qué diablos debería hablar contigo?
Mientras tanto, Terry estaba dispuesto a reducir al borracho apenas hiciera el menor movimiento violento.
-¿Qué has estado bebiendo? –preguntó el anciano con sus ojos chispeantes.
-He bebido sake y ése no es asunto tuyo -vociferó el borracho.
-¡Oh, muy bien, muy bien! –replicó el anciano- ¿Sabes? A mí también me gusta el sake. Cada noche, mi esposa y yo (ella tiene setenta y seis años) nos bebemos una botella pequeña de sake en el jardín, donde nos sentamos en un viejo banco de madera... Y luego siguió hablando de un caqui que había en su jardín y de las excelencias de beber sake en mitad de la noche.
A medida que iba escuchando al anciano, el rostro del borracho comenzó a dulcificarse y sus puños se relajaron:
-Sí ... a mí también me gusta el caqui... -dijo con voz apagada.
-Sí –replicó el anciano enérgicamente-. Y estoy seguro de que tienes una esposa maravillosa.
-¡No! –respondió el obrero-. Mi esposa murió ... Y entonces, sollozando, se lanzó a contar el triste relato de la pérdida de su esposa, de su hogar y de su trabajo, y se mostró avergonzado de sí mismo.
Cuando el metro llegó a su parada y Terry estaba saliendo del vagón alcanzó a escuchar cómo el anciano invitaba al borracho a ir a su casa para contarle más detalladamente todo aquello y aún pudo vislumbrar cómo se arrellanaba en el asiento y apoyaba su cabeza en el regazo del anciano.
Esto es resplandor emocional.