Thursday, May 31, 2007

 

125 - Yo también me siento inquieto por mi santidad

André Frossard cuenta en su libro “Retrato de Juan Pablo II”, p. 64, como el Papa, después del atentado del 13 de mayo de 1981, iba siempre en un vehículo blindado:




Una dama polaca, cuyo matrimonio había celebrado en Cracovia tiempo atrás, defendía la prudencia y la jaula:

-Reduce los riesgos. No podemos impedir sentirnos inquietos por Su Santidad.

Y él fingiendo tomar esa expresión al pie de la letras y sin mayúsculas:

-Yo también me siento inquieto por mi santidad.







Sunday, May 27, 2007

 

124 - Tienes las manos manchadas de sangre

Ernst Vierbuchen cuenta en su libro "Das beste Medizin", pág. 27 la siguiente anécdota:




En la Cuaresma de año 390. Milán era la capital del Imperio romano, el obispo San Ambrosio y el emperador Teodosio. En Salónica reprimió el emperador un levantamiento. Cuando esto sucedió llevaron a la población de la ciudad y la acuchillaron en el anfiteatro. En todo el Imperio se vio claro que había sido un acto de venganza y que no había sido un castigo proporcionado a lo que habían hecho.

Al poco tiempo, cuando el emperador y su séquito se dirigían a la iglesia para el comienzo de la Cuaresma, le salió al paso el obispo de la ciudad, San Ambrosio y le prohibió la entrada.

-No puedes entrar en la casa de Dios, no puedes estar delante de su altar, tienes las manos manchadas de sangre. Vestido de saco y ceniza debes permanecer delante de la iglesia y allí pedir la limosna de la oración de la gente.

El emperador se arrodilló y se puso todos los días -laborables y los festivos- como un mendigo en el atrio de la iglesia, pidiendo a los que entraban la limosna de su oración (para que Dios le perdonara sus pecados). Hizo penitencia en saco y ceniza” .

Este emperador romano reconoció sus pecados con sencillez y humildad, y para esto no es un obstáculo el que sea el emperador del Imperio romano.





Saturday, May 26, 2007

 

123 - ¡Pero si todo esto es libre!

Anécdota sobre Juan Pablo II (tomada de Alfa y Omega, 16.X.2003).




Explicaba Juan Pablo II, mientras jugueteaban sus manos con los cubiertos de la comida, su horario de un día normal en Roma. Se lo había pedido uno de los obispos invitados a almorzar con él. La actividad en la mañana era realmente abrumadora, y al contarles que a primera hora de la tarde se reunía, para despachar, con sus colaboradores más cercanos, la pregunta surgió espontánea:

-¿Y no tiene, Santo Padre, algo de tiempo libre?

La respuesta del Papa, dejando caer los cubiertos sobre la mesa, fue inmediata:

-¡Pero si todo esto es libre!

Ningún discurso podría explicar mejor la experiencia de la verdadera libertad, que sin duda resplandece en este joven de 83 años que hoy celebra las Bodas de Plata de su pontificado. Sólo quien es libre puede dar la vida y amar, como el mundo entero ha podido comprobar, día tras día, a lo largo de sus ya veinticinco años de pontificado, en Juan Pablo II.



Thursday, May 24, 2007

 

122 - Y yo también, si fuera Parmenión, pero yo soy Alejandro


Hoplitas



Mary Renault cuenta en su libro sobre Alejandro Magno, en la pág. 116:





Durante el sitio (de Tiro), recibió otra embajada de Darío, que no sólo le ofreció la considerable suma de 10.000 talentos a cambio de su familia, sino las condiciones de paz: toda Asia Menor al oeste del Éufrates, una alianza y la mano de su hija.

Éste fue el motivo del célebre diálogo con Parmenión: “Si yo fuera Alejandro, aceptaría tantas ventajas antes de exponerme a nuevos peligros”. El rey macedonio respondió: “Y yo también, si fuera Parmenión, pero yo soy Alejandro”.

Replicó a Darío que no necesitaba dinero ni que le ofrecieran la mitad de la tierra, que ya la tenía, en lugar de su totalidad. Si se lo proponía, se casaría con la hija de Darío con o sin su consentimiento, y si buscaba una alianza, que se presentase y la solicitara. Alejandro dejó que Darío tomara las medidas que su respuesta le sugiriera y marchó hacia Egipto.

Como Wilcken ha puesto de relieve en una análisis magistral, ese momento de decisión por parte de Alejandro es una de las grandes pruebas históricas de que los individuos, más que las fuerzas económicas, pueden cambiar los destinos de la humanidad. Se hubiese hecho caso de Parmenión, la civilización griega habría quedado más firmemente establecida en Asia Menor, pero jamás habría llegado a Oriente; en Persia el equilibrio de poder habría mantenido su precariedad y era posible que, en el futuro, el surgimiento de un monarca más fuerte invirtiera la derrota de Jerjes.





Wednesday, May 23, 2007

 

121 - El conductor de autobús de Nueva York

Daniel Goleman narra en su libro "Inteligencia emocional", pp. 9-10:




Era una bochornosa tarde de agosto en la ciudad de Nueva York, uno de esos días asfixiantes que hacen que la gente se sienta nerviosa y malhumorada. En el camino de regreso a mi hotel, tomé un autobús en la avenida Madison y, apenas subí al vehículo, me impresionó la cálida bienvenida del conductor, un hombre de raza negra de mediana edad en cuyo rostro se esbozaba una sonrisa entusiasta, que me obsequió con un amistoso “¡Hola! ¿Cómo está?”, un saludo con el que recibía a todos los viajeros que subían al autobús mientras éste iba serpenteando por entre el denso tráfico del centro de la ciudad. Pero, aunque todos los pasajeros eran recibidos con idéntica amabilidad, el sofocante clima del día parecía afectarles hasta el punto de que muy pocos le devolvían el saludo.

No obstante, a medida que el autobús reptaba pesadamente a través del laberinto urbano, iba teniendo lugar una lenta y mágica transformación. El conductor inició, en voz alta, un diálogo consigo mismo, dirigido a todos los pasajeros, en el que iba comentando generosamente las escenas que desfilaban ante nuestros ojos: rebajas en esos grandes almacenes, una hermosa exposición en aquel museo y qué decir de la película recién estrenada en el cine de la manzana siguiente. La evidente satisfacción que le producía hablarnos de las múltiples alternativas que ofrecía la ciudad era contagiosa, y cada vez que un pasajero llegaba al final de su trayecto y descendía del vehículo, parecía haberse sacudido de encima el halo de irritación con el que subiera y, cuando el conductor le despedía con un “¡Hasta la vista! ¡Que tenga un buen día!”, todos respondían con una abierta sonrisa.

El recuerdo de aquel encuentro ha permanecido conmigo durante casi veinte años. Aquel día acababa de doctorarme en psicología, pero la psicología de entonces prestaba poca o ninguna atención a la forma en que tienen lugar estas transformaciones. La ciencia psicológica sabía muy poco –si es que sabía algo- sobre los mecanismos de la emoción. Y, a pesar de todo, no cabe la menor duda de que el conductor de aquel autobús era el epicentro de una contagiosa oleada de buenos sentimientos que, a través de sus pasajeros, se extendía por toda la ciudad. Aquel conductor era un conciliador nato, una especie de mago que tenía el poder de conjurar el nerviosismo y el mal humor que atenazaban a sus pasajeros, ablandando y abriendo un poco sus corazones.





Tuesday, May 22, 2007

 

120 - La medalla de Nuestra Señora de Lourdes




Evelyn Waugh tiene un diálogo en su novela “Hombres y armas”, p. 151, entre el señor Crouchback y su hijo Guy, a propósito de un nieto y sobrino llamado Tony que se va a la guerra (SGM).

Hablan de la medalla de Gervase, hijo del señor Crouchback y hermano de Guy, que no tuvo suerte, pues murió por una bala el mismo día en que llegó a Francia para luchar en la Primera Guerra Mundial.










-Me hubiera gustado despedirme de Tony –dijo el señor Crouchback-. Ignoraba que se marcharía tan pronto. Hay algo que estuve buscando el otro día y quería darle. Sé que le hubiera gustado tenerlo: la medalla de Nuestra Señora de Lourdes que tenía Gervase. La compró durante unas vacaciones en Francia el año que estalló la guerra, y siempre la llevó consigo. Nos la enviaron tras su muerte junto con su reloj y demás. Debería ser para Tony.

-No creo que haya tiempo ya para hacérsela llegar.

-Quisiera habérsela dado yo mismo. No es lo mismo mandarle una carta. Es más difícil de explicar.

-No protegió mucho a Gervase, ¿no crees?

-Claro que sí -dijo el señor Crouchback-, mucho más de lo que imaginas. Me lo contó cuando vino a despedirse, antes de partir. El ejército está lleno de tentaciones para un joven. Una vez en Londres, cuando estaba de instrucción, se cogió una borrachera con compañeros del regimiento, y al final se encontró a solas con una chica que habían cogido en algún sitio. Ella empezó a juguetear y le quitó la corbata y entonces se encontró la medalla, y de repente ambos se serenaron y ella empezó a hablar del convento donde había estudiado de niña, y se despidieron como amigos y no hubo nada que lamentar. A eso lo llamo yo estar protegido. Yo he llevado medalla toda mi vida. ¿Y tú?

-De vez en cuando. En este momento, no.

-Pues deberías, ya sabes, con bombas y demás por todas partes. Si caes herido y te llevan al hospital, saben que eres católico y te buscan un sacerdote. Una enfermera me lo dijo una vez. ¿Te gustaría llevar la medalla de Gervase, ya que Tony no puede?

-Mucho. Además, espero ingresar en el ejército yo también.




Sunday, May 20, 2007

 

119 - ¿Qué te quedas para ti?





Hoplita



Mary Renault cuenta en su libo "Alejandro Magno", p. 89:












Al menos le ahorró gastos. En ese momento (empieza a invadir el imperio persa) el problema económico era acuciante. Se decía que, al acceder al trono, el bien más valioso de Filipo era una copa de oro delgado, que por la noche guardaba en una caja, bajo la almohada.

Posteriormente acumuló una gran riqueza, que también gastó: en el ejército, comprando apoyo en Grecia, civilizando Macedonia y preparándose para la guerra.

Posteriormente Alejandro declararía: “De mi padre heredé una pocas copas de oro y plata, menos de sesenta talentos en el erario y una deuda de quinientos que no había pagado. Partí después de pedir prestados otros ochocientos”.

A pesar de esto –o quizás por su causa-, convirtió en dinero sus bienes personales y los repartió entre amigos y partidarios leales. Algunos no aceptaron nada, como Pérdicas, cuya inclusión sugiere, a pesar de lo que afirma Tolomeo, que en Tebas hizo lo correcto.

-¿Qué te quedas para ti?, preguntó Pérdicas.

-La esperanza, replicó Alejandro.

La respuesta profética de Pérdicas fue:

-La compartiremos.






Saturday, May 19, 2007

 

118 - No es capaz de pasar de una mesa a otra sin caer

Escribe Mary RENAULT en su libro "Alejandro Magno", p. 89. (Filipo de Macedonia se casa con una sobrina de Atalo, de una familia noble macedónica). Su hijo, Alejandro asistió al banquete de bodas. (...):




En un momento dado, Atalo propuso brindar a la salud de la feliz pareja, expresando además –fuese por la bebida o calculadamente- la esperanza de que su enlace produjese un heredero legítimo de Macedonia.

La reacción de Alejandro fue inmediata, como era característico en él. Gritó al tiempo que arrojó su copa a la cabeza de Atalo:

-¡Canalla! ¿Y yo que soy? Un bastardo, ¿acaso soy un bastardo?

Se desencadenó un ruidoso caos. Atalo también arrojó su copa. Durante la refriega, padre e hijo intercambiaron palabras, que no han llegado hasta nosotros. Fueran cuales fuesen, Alejandro logró que Filipo desenfundara la espada (probablemente la llevaba para cumplir con el antiguo ritual de cortar el pan de la novia) y se abalanzaron sobre él. Cojo a causa de una vieja herida y borracho, Filipo cayó. Alejandro dijo fríamente:

-Mirad. Proyecta cruzar de Europa al Asia y no es capaz de pasar de una mesa a otra sin caer.





Friday, May 18, 2007

 

117 - ¡En silencio!

Se cuenta sobre el padre de Alejandro, Filipo de Macedonia:





Sabía asimilar las bromas. (...)

A él se le atribuye la célebre réplica a un barbero charlatán:

-Señor, ¿cómo os gusta que os corten el pelo?

-¡En silencio!






Wednesday, May 16, 2007

 

116 - ¡Yo no me canso nunca!





De un suceso real:














En el puente Flaminio, en Roma, que es una construcción muy monumental, mandada construir por Mussolini, había alguien que se dedicaba a hacer pintadas cada día. La piedra de travertino blanco aparecía muy sucia.

El alcalde ordenó en un momento dado que se limpiara la piedra del puente, pues estaba hecho un asco.

La mañana siguiente a la que terminaron los trabajos, y sobre la piedra blanca que relucía como nueva, apareció una nueva pintada en la que se leía:

-IO NON MI STANCO MAI (¡yo no me canso nunca!).





Tuesday, May 15, 2007

 

115 - Lo que le pasaba era que no sabía calcular

Pedro Casciaro en su libro de recuerdos “Soñad y os quedaréis cortos”, p. 148 cuenta una anécdota de San Josemaría en Burgos, durante la guerra civil española:




Día tras día, fui comprobando cómo tenía constantes detalles de cariño con unos y otros, y hablaba bien de todos.

Recuerdo una anécdota muy significativa: una vez había invitado a desayunar a un chico, y tomamos chocolate con churros. Cuando se fue, comentamos al Padre que su invitado había demostrado verdaderamente tener buen apetito: se había ido zampando, una tras otra, varias tazas de chocolate y varias raciones de churros.

El Padre lo disculpó, como siempre, con caridad y buen humor: nos dijo que lo que le pasaba es que no sabía calcular: se le acababan los churros cuando todavía le quedaba chocolate y se le acababa el chocolate cuando todavía le quedaban churros ...

Este comentario es un elocuente botón de muestra de la finura de su caridad: sabía dar siempre un sesgo simpático a cualquier comentario que pudiera ser crítico, o parecerlo; aunque fuera de broma o sobre algo intranscendente, como en este caso.




Monday, May 14, 2007

 

114 - La historia de Alipio

San Agustín nos transmite en su autobiografía “Las Confesiones” (Milán, 1 de enero del 385) un suceso de la vida de su amigo Alipio, -todavía pagano como él, más tarde obispo y santo-, y su lucha contra la asistencia al circo que era para Alipio una tentación. (versión de Pedro Antonio Urbina).





De estas cosas nos quejábamos los amigos que vivíamos juntos; pero de un modo especial y más íntimo hablaba de ellas con Alipio y con Nebridio. Alipio era, como yo, de Tagaste; había nacido de una de las familias más importantes de nuestra ciudad, era más joven que yo y había sido alumno mío cuando empecé a enseñar en Tagaste, y luego en Cartago. Me quería mucho, porque me tenía por honrado y culto; yo le quería porque él sí que era bueno de verdad, y demostraba, siendo todavía muy joven, sus grandes virtudes.

Sin embargo, la gran corrupción de costumbres de los cartagineses, que aviva sus frívolos espectáculos, le llevó a dejarse absorber hasta la locura por el circo. Ya estaba del todo metido en él cuando yo enseñaba Retórica en Cartago, pero entonces no era alumno mío por causa de la enemistad que había surgido entre su padre y yo. Sabía que adoraba ciegamente los juegos circenses, y me entristecía porque temía que iban a perderse –si es que no estaban ya perdidas- las grandes esperanzas que yo había puesto en él. No encontraba la manera de convencerle, una razón con la que apartarle de esos juegos, ni por amistad ni como maestro; yo creía que estaba enfadado conmigo como su padre, pero no era así: dejó a un lado la voluntad de su padre respecto a mí, y empezó a saludarme, luego ya vino a mi clase, me escuchaba y luego se iba.

Me había olvidado ya de hablarle para que no malograse su excelente genio con aquella ciega y apasionada afición por esos juegos tan vacíos. Pero un día –estaba yo sentado en el sitio de costumbre y frente a mí mis alumnos- llegó Alipio, saludó, se sentó y se puso a atender el tema que yo trataba; para exponer mejor la lección y hacer más clara y atractiva la explicación me había parecido oportuno –pero por pura casualidad- poner como comparación los juegos circenses, y me burlaba con cierto sarcasmo de aquellos a quienes había entontecido esa estúpida afición.

No era mi intención en aquel momento corregir a Alipio de su manía; pero él lo tomó como dirigido a él, y creyó que sólo por él lo había dicho; sin embargo, lo que en otro hubiera sido motivo de enfado, en él, que era un chico noble, sirvió para que se enfadara consigo mismo, y a mí, en cambio, me estimó mucho más desde entonces.

“Corrige al sabio y te amará”. Pero, realmente, no fui yo quien le corrigió, fue Dios, que usa de todos –se den o no se den cuenta- para hacer el bien; hizo que mi apasionamiento y mi retórica fueran como carbones encendidos con los que cauterizó la inteligencia de Alipio, tan llena de grandes promesas, pero enferma, y así sanó.

Después de haber oído mis explicaciones salió de ese profundo hoyo en el que se había sumergido a placer, y en el que estaba ciego por la satisfacción que le producía; sacudió su mente entumecida y cayeron todas esas suciedades de los juegos circenses, y ya no volvió a poner allí los pies.

Luego, hasta venció la oposición de su padre que no quería que yo fuera su maestro, pero al fin cedió y consintió que viniera a mis clases. Fue en esta segunda fase como alumno mío cuando Alipio quedó enredado conmigo en las supersticiones maniqueas; le deslumbró la ostentación que hacían de su castidad, que él creía auténtica y sincera; pero que en realidad era falsa, y con esa mentira atrapaban a los jóvenes valiosos que aún no sabían distinguir la verdadera virtud y, por eso, fáciles de engañar con la sola apariencia de ella; aunque fuese una virtud fingida, pura simulación.

Como no quería abandonar su carrera, tan ponderada por sus padres, llegó antes que yo a Roma para estudiar Derecho. Allí se dejó arrastrar otra vez, de un modo increíble y con una afición no menos increíble, por los espectáculos de gladiadores.

Al principio él había aborrecido esos juegos, y los detestaba, pero, cierto día, topó por casualidad con unos amigos y compañeros suyos que venían de una comida; él se negó enérgicamente, y se resistía a ir, pero ellos, como en broma pero a la fuerza, le llevaron al anfiteatro; coincidió que aquellos días se celebraban unos juegos terribles y crueles.

Él les decía:

-Aunque llevéis a ese sitio mi cuerpo y lo retengáis allí, no me obligaréis a que me gusten ni a que mire esos espectáculos. Estaré allí como si no estuviera, estoy por encima de ellos y de vosotros.

Pero sus amigos, que no hicieron caso de sus palabras, le llevaron; tal vez deseaban averiguar si podría o no cumplir lo que había dicho.

Cuando llegaron y se colocaron en los asientos que pudieron, el anfiteatro hervía ya en medio de esos crueles placeres. Alipio cerró los ojos y se prohibió a sí mismo prestar atención a tanta maldad. ¡Ojalá se hubiera tapado también los oídos!, porque, en un determinado momento de la lucha, fue tan grande y fuerte el griterío de la multitud, que, picado por la curiosidad y creyéndose quizá suficientemente fuerte para despreciar y vencer lo que viera, fuese lo que fuese, abrió los ojos, y quedó herido en el alma con una herida más grave que la que recibió el gladiador al que había querido ver; y su caída fue más grande también que la del gladiador que había causado aquel griterío, porque, al entrar en los oídos de Alipio las voces, le hizo abrir los ojos, y por los ojos le entró la herida y derribó su alma, más presuntuosa que fuerte, para que así presumiese en adelante menos de sí mismo.

En cuanto vio la sangre bebió su crueldad y ya no apartó la vista, sino que la fijó con toda su atención; se enfurecía consigo mismo, y a la vez se deleitaba con el crimen, que es esta lucha, y se embriagaba en su sangriento placer.

Al salir del circo ya no era el mismo que había entrado en él, sino uno más de la masa con la que se había mezclado, y ya verdadero amigo de los que le habían llevado allí.

¿Qué más decir? Presenció el espectáculo, gritó y se enardeció hasta la locura, que le movió a volver otras veces no sólo con esos que le habían llevado, sino solo y hasta arrastrando a otros con él.

Más tarde aprendió a no presumir de sí mismo, aunque eso ya fue mucho tiempo después.





Sunday, May 13, 2007

 

113 - Todos dicen las mismas mentiras

Ramón Conde Obregón cuenta en su libro “Las murallas de Roma”, p. 267:




Otro personaje que me dejó un día boquiabierto con su respuesta fue el quiosquero donde compro habitualmente el periódico.

Acostumbro a leer “Il Messaggero”, un diario que es más bien de centro, pero un día se le habían terminado los ejemplares y me ofreció tranquilamente “La Unità”, el órgano del Partido Comunista italiano.

Le hice notar que yo leía otro periódico y me contestó con desparpajo:

-Doctor, todos dicen las mismas mentiras, ¿qué más le da uno que otro?




Saturday, May 12, 2007

 

112 - El brazo cansado de bautizar

Escribe San Francisco Javier a "los compañeros residentes en Roma", desde sus misiones en Oriente. Cochín 15-I-1544. "Cartas y escritos de San Francisco Javier", BAC 101, 1979, págs. 116 y ss.

En Roma, en la iglesia del Gesú, se venera como reliquia el brazo derecho de San Francisco Javier:




"Estuve cuasi movido de escribir a la Universidad de París, a lo menos a nuestro Maestre de Cornibus y al doctor Picardo, cuántos mil millones de gentiles se harían cristianos, si hubiese operarios, para que fuesen solícitos de buscar y favorecer las personas que "non quaerunt quae sua sunt, sed quae Iesu Christi".

Es tanta la multitud de los que se convierten a la fe de Cristo en esta tierra por donde ando, que muchas veces me acaesce tener cansados los brazos de bautizar, y no poder hablar de tantas veces decir el Credo y mandamientos en su lengua de ellos, y las otras oraciones [...]

Sobre todas las oraciones les digo muchas veces el Credo y mandamientos; hay día que bautizo todo un lugar, y en esta Costa donde ando, hay treinta lugares de cristianos" .




Friday, May 11, 2007

 

111 - El ángel del castillo de Castel Santángelo






Ramón Conde Obregón cuenta en su libro “Las murallas de Roma”, p. 197 sobre el pontificado de San Gregorio I el Grande, o Magno:












Era un noble que fue llevado al solio de San Pedro mientras Italia era saqueada y violada salvajemente por los longobardos, mucho más feroces que los godos, y Roma temblaba ante su amenaza y el terrible flagelo de una peste que había aniquilado a más de la tercera parte de su población.

La ciudad se hallaba, como nunca antes en su historia, reducida al polvo, humillada y hambrienta. Gregorio pactó con los longobardos y, a cambio de un rescate anual pagado de su bolsillo, consiguió que respetasen la Urbe.

Pero para alejar la maldición de la peste tenía que pactar con el Todopoderoso, por lo que organizó una procesión solemne de todos los habitantes de la ciudad que, saliendo de las iglesias de sus respectivas parroquias, se dirigieron hacia la tumba de San Pedro invocando clemencia.

Cuando los penitentes avanzaban lentamente hacia el puente que cruza el río frente al Mausoleo de Adriano, y mientras muchos de ellos caían muertos por las calles, San Gregorio y los que le seguían vieron la imagen del arcángel San Miguel que enfundaba la espada sangrienta encima del Castillo. Fue la señal que clero y pueblo interpretaron como la decisión del Todopoderoso de poner fin a la peste, y este episodio dio un nuevo nombre a la tumba imperial, llamada a partir de entonces Castel Santángelo, mejor dijo, en castellano Castillo del Ángel Santo. Sobre su cima ha campeado durante siglos la imagen de un ángel de bronce que enfunda la espada y hace referencia a este episodio.





Thursday, May 10, 2007

 

110 - La suciedad de Roma


SPQR Senatus Populusque Romanus


Ramón Conde Obregón cuenta en su libro “Las murallas de Roma”, pp. 68-69:




Un día comentaba con un amigo romano la dilatada pervivencia de las cuatro letras, usadas hasta hoy como símbolo de la Urbe, y con gran desenfado me dijo:

-Tú que tanto interés muestras por las cosas de nuestra ciudad, ¿te has preguntado alguna vez lo que significan para nosotros?

-Nunca se me ha ocurrido pensar que significaran otra cosa que senado y pueblo romano.

-Te equivocas –respondió mi amigo-. Nosotros las traducimos por “sono porci questi romani”.

No puede evitar acompañarle en su risa socarrona, porque la frase traducida dice: “son unos puercos estos romanos”; y en efecto, si uno debe juzgarles por la vergonzante suciedad de muchos lugares públicos de la Urbe, no puede menos que convenir con la irreverente interpretación.


Wednesday, May 09, 2007

 

109 - El escultor de la Piedad del Vaticano





Ramón Conde Obregón cuenta en su libro “Las murallas de Roma”, p. 18:

















MICHELANGELO BOUNARROTI,
EL FLORENTINO,
LA HIZO





El afán de inmortalidad es una enfermedad inevitable en Roma. Los monumentos hablan con viril arrogancia de los hombres que se negaron a permanecer en el olvido y estamparon en sus obras el fecit soberbio al lado de sus nombres, porque creyeron que la gloria de sus actos era un patrimonio indivisible.

Giorgio Vasari narra una anécdota reveladora en su libro sobre las vidas de los pintores, escultores y arquitectos florentinos. Se refiere a Miguel Ángel Buonarroti.

El escultor había recibido del cardenal Jean de Villiers, embajador francés en la Corte pontificia, el encargo de esculpirle una Piedad. Miguel Ángel era ya un artista famoso, que había creado otras obras y las había dejado, como era su costumbre, sin firmar.

Una vez concluido el encargo e instalada la escultura en la capilla de la Virgen de las Fiebres, en la basílica de San Pedro, en el Vaticano, quiso contemplarla y se unió a un grupo de curiosos que visitaban la basílica, forasteros lombardos, dice Vasari. Allí oyó que uno de ellos atribuía la magistral obra a un artista milanés apodado Gobbo.

Miguel Ángel no pudo resistir la irritación, y aquella misma noche se introdujo en San Pedro, provisto de martillo y buril y, a la luz de una vela, grabó su nombre en la cinta que cruza el pecho de la Virgen.



Monday, May 07, 2007

 

108 - A mi edad Alejandro ya había conquistado el mundo





En la Enciclopedia Espasa, vol. 12, p. 1456, se puede leer de Cayo Julio César:















A propósito de su ambición, consigna la Historia dos anécdotas que bastan por si solas para definir un carácter.

Al venir César a España por primera vez como cuestor militar, cuéntase que al ver en Cádiz el busto de Alejandro Magno, exclamó con lágrimas en los ojos:

-A mi edad Alejandro ya había conquistado el mundo, y yo aún no he hecho nada memorable.

Pocos años después volvió como pretor, y al atravesar la Galia llegó con su acompañamiento a una pequeña aldea, y como le hicieron notar la miseria en la que estaban sumidos sus moradores, y preguntara uno riendo si serían allí tan apetecidos los cargos públicos como en Roma, contestó César con gravedad:

-Mejor quisiera ser el primero aquí que el segundo en Roma.






Esto lo cuenta SUETONIO en su “Vida de los doce Césares” (en la vida de Cayo Julio César, t. VII).

“Durante su cuestura (año 69 a.C.) obtuvo la Hispania Ulterior, donde, al visitar las asambleas de esta provincia para administrar justicia por delegación del pretor, llegando a Cádiz y viendo cerca un templo de Hércules la estatua de Alejandro Magno, suspiró profundamente como deplorando su inacción; y censurando no haber realizado todavía nada grande a la edad en que Alejandro había conquistado ya el universo, dimitió inmediatamente de su cargo para regresar a Roma y esperar allí ocasión de grandes cosas”.





 

107 - Mi chófer aquí presente se lo explicará

De Albert Einstein se cuenta lo siguiente:




Al poco tiempo de haber publicado A. Einstein su primer trabajo sobre la teoría de la relatividad, empezó a hacerse famoso en toda Europa y lo invitaban a muchas universidades para dar charlas sobre ella. El lugar donde él trabajaba puso a su disposición un auto con su chofer para trasladarse a estas universidades. En todas ellas tuvo gran éxito, es decir que al final de sus presentaciones lo aclamaban con un aplauso atronador. Pero, debido a lo novedoso y difícil del tema, en ningún lugar surgían preguntas.

Así iban Einstein y el chófer recorriendo universidades, el chófer siempre sentado en primera fila y escuchando atentamente la exposición del profesor. Después de algunos meses, el chófer le dice a Einstein:

"Profesor, le quiero proponer un trato. Yo no entiendo ni una palabra de lo que usted dice en sus conferencias, pero tengo una excelentísima memoria, y recuerdo palabra por palabra de su exposición, incluyendo todas las fórmulas. Además me imagino que usted estará cansado de repetir siempre lo mismo y que nadie le hace preguntas. Por otro lado, a mi, como pobre chófer, jamás nadie me aplaudió, y entonces le propongo que cambiemos nuestros roles, yo doy la conferencia, total nadie hace preguntas, mientras usted descansa y puede meditar sobre otros problemas."

Einstein piensa un poco, le pide al chófer que dé la conferencia, verifica que efectivamente la puede dar sin un solo error, y accede al pedido. El chófer se deja crecer un poco el pelo para parecerse más a Einstein, éste se pone el traje azul oscuro y el gorro del chófer y comienzan la experiencia.

El chófer da perfectamente la conferencia, siempre coronada con grandes aplausos, mientras Einstein se sienta en primera fila, fumando su pipa y descansando.

Todo va perfecto, sin ninguna pregunta, hasta que llegan a una universidad de Baviera. Cuando el chofer termina la charla, y ya los asistentes están comenzando a aplaudir, del fondo de la sala se escucha una voz que dice:

-Dr. Einstein: yo no comprendí todo lo que usted dijo y quisiera que me explique con detalle el significado de los términos de la ecuación número 3, que todavía se puede ver arriba a la izquierda del pizarrón.

El chófer titubea un solo instante, imperceptible para el público, y enseguida replica:

-Mi querido profesor, me extraña que usted me haga esta pregunta. Lo que usted quiere saber, en realidad lo sabe cualquier persona. Es más, mi chofer aquí presente se lo explicará.







Saturday, May 05, 2007

 

106 - Una meditación sobre los maniqueos

G. K. Chesterton en “Santo Tomás de Aquino”, pp. 89-93:



Corre una anécdota acerca de Santo Tomás de Aquino que le ilumina, como la luz de un relámpago, no sólo por fuera, sino también por dentro. Porque no sólo le presenta como un carácter, y aún como carácter cómico, mostrándonos las características y el medio ambiente social de su periodo, sino que nos refleja su mente.

Es un incidente trivial que ocurrió un día cuando se vio obligado a desistir de su obra, y aún podríamos decir que de su juego, porque ambas cosas estaban juntas para él en el ejercicio del pensar, que es para algunos más inebriante que la bebida misma.

Había rehusado algunas invitaciones de sociedad a cortes de reyes y príncipes, no porque fuese poco afable, pues no lo era, sino porque estaba siempre absorto dentro de los planes, verdaderamente gigantescos, de exposición y argumento que ocuparon su vida.

En una ocasión, sin embargo, fue invitado a la corte del rey Luis IX de Francia, mejor conocido por San Luis, y por una razón u otra las autoridades dominicanas le habían dicho que aceptase; de modo que inmediatamente aceptó como buen fraile, obediente incluso en su sueño, o mejor en su continuo trance de reflexión.

Es un caso real contra la hagiografía convencional, que tiende a hacer aparecer a todos los santos iguales. Mientras que de hecho no hay hombres más diferentes que los santos, más aún, que los criminales. Y apenas podría haber contraste más completo, dado lo esencial de la santidad, que entre Santo Tomás y San Luis.

San Luis nació caballero y rey; pero fue uno de esos hombres en quienes cierta sencillez combinada con ánimo y actividad le facilita y aun le hace natural el pronto cumplimiento de cualquier deber u oficio, por oficial que sea. Era un hombre en quien la santidad y la sanidad jamás lucharon, y su resultado fue la acción. No era forjador de castillos; pero, aun en la teoría, tenía esa especie de presencia mental que pertenece al hombre raro y verdaderamente práctico cuando tiene que pensar. Jamás profirió un error, y era ortodoxo por instinto. En el viejo proverbio pagano acerca de los reyes filósofos o filósofos reyes había cierto mal hecho cálculo en conexión con un misterio que únicamente el cristianismo podía revelar. Porque si bien es posible que un rey desee muy de veras ser santo, no es posible que un santo tenga grandes ansias de ser rey. Un hombre de bien no sueña siempre con ser un gran monarca; pero es tal la liberalidad de la Iglesia, que no puede prohibir a un monarca soñar con ser un buen hombre. Pero Luis era una persona franca que no le molestaba ser rey, como no le hubiera molestado ser capitán o sargento u otro cualquier grado en su ejército.

Ahora bien: a un hombre como Santo Tomás no le hubiera agradado en manera alguna ser rey ni verse envuelto en la pompa política de los reyes; no sólo su humildad, sino una especie de fastidio inconsciente y agradable disgusto de la futilidad, que con frecuencia se halla en hombres pausados, cultos y dotados de clara inteligencia, hubiera sido bastante para evitarle todo contacto con la vida de la corte. También él deseó toda su vida estar al margen de la política y no había símbolo político más atrayente, y en cierto sentido más retador, en aquellos momentos, que el poder del rey en París.

París era verdaderamente una aurora borealis, un amanecer en el Norte. Hemos de recordar que países mucho más próximos a Roma se habían corrompido con el paganismo y el pesimismo de las influencias orientales, de las cuales la más respetable era la de Mahound. La Provenza y todo el Sur había sido invadida por una ola de nihilismo o misticismo negativo, y del norte de Francia habían llegado los escudos y las lanzas que arrollaban lo que no era cristiano.

En la Francia norteña también se levantaron edificios que brillaban como las lanzas y los escudos: los primeros espirales del gótico. Nos referimos ahora a los grises edificios góticos; pero deben de haber sido muy diferentes cuando se elevaban, blancos y vistosos, a las alturas, adornados de oro y otros claros colores: un nuevo arranque de arquitectura tan sorprendente como los barcos aéreos.

El nuevo París, últimamente dejado atrás por San Luis debe haber sido una cosa blanca como los lirios y espléndida como la oriflama. Era el comienzo de la gran entidad nueva: la nación de Francia, que iba a herir y ganarse la antigua disputa del Papa y el emperador en los países de donde Tomás venía.

Pero Tomás vino de muy mala voluntad y, si decirse pudiera de hombre tan amable, vino un tanto malhumorado. Al entrar en París le señalaban desde la colina aquel esplendor de los espirales nuevos, y alguien dijo algo así como:

-¡Qué grandioso debe ser poseer todo esto!

Y Tomás de Aquino únicamente murmuró:

-¡Cuánto más apreciaría yo aquel manuscrito de Crisóstomo que no puedo encontrar!

Por fin asignaron a Tomás un asiento en el comedor real, y todo lo que sabemos de Tomás confirma que fue perfectamente cortés a quienes le hablaron; pero hablaba poco y fue luego olvidado en la más brillante y ruidosa charla del mundo: el ruido de la conversación francesa.

Acerca de qué hablaban los franceses lo ignoramos; pero se olvidaron completamente del fornido italiano en medio de ellos y parece muy posible que él se olvidase también de ellos. Silencios súbitos ocurren hasta en la conversación francesas, y en uno de éstos vino la interrupción. Por largo rato no hubo palabras ni movimientos en aquella vasta mole de hierbas blancas y negras, que contrastaban con todos los colores, modas y adornos de aquel primitivo amanecer de la caballería y de la heráldica. Los escudos triangulares y los penachos, las agudas lanzas, las espadas triangulares de la cruzada, las estrechas ventanas y las cónicas caperuzas repetían en todas partes aquel nuevo espíritu medieval francés que llegó tan oportunamente. Más los colores de los vestidos eran alegres y variados, sin lujo digno de reproche, pues San Luis, que tenía esa cualidad especial de ser oportuno, había dicho a sus cortesanos: “La vanidad se debe evitar; pero todo varón debe vestir bien, según su condición, a fin de que su esposa le ame más fácilmente”.

Y he aquí que de repente las copas saltaron y rodaron sobre el tapete y la mesa sufrió una sacudida, porque el fraile había dejado caer su manota, inmensa como un mortero de piedra, con un choque que asustó a todos como si hubiera sido una explosión, y exclamó con voz potente, pero como si fuera un sonámbulo:

-“Y esto acabará con los maniqueos”.

El palacio de un rey, aun cuando sea de un santo, no deja de tener sus convenciones. La corte sufrió una sacudida, y cada uno sintió como si el grueso frailes de Italia hubiera arrojado un plato al rey Luis o le hubiera derribado la corona. Todos miraron tímidamente al sitio terrible que fue por espacio de mil años el trono de los Capetos, y habría probablemente muchos dispuestos a arrojar por la ventana a aquel mendigo vestido de negro.

Pero San Luis, sencillo como parecía, era no sólo fuente medieval de honor o de misericordia, sino también fuente de dos ríos eternos: de la ironía y de la cortesía de Francia. Y volviéndose a sus secretarios les mandó tomasen sus cuadernos y se fuesen al lugar del inconsciente controversista para tomar nota del argumento que se le había ocurrido, porque debía de ser excelente y era de temer que se le olvidase.

Me he detenido sobre esta anécdota porque, como se ha dicho, es la que más vivo nos presenta un carácter medieval: mejor, dos caracteres medievales. Pero es también muy apta para ser tomada como tipo o como punto de partida, pues revela la preocupación principal del hombre y el género de pensamientos que se hubiesen hallado si hubiera sido sorprendido así en cualquier momento mediante un arrojatejas filosófico o por el ojo de una llave psicológica. No en vano pensaba él, aún en la blanca corte de San Luis, en la negra nube maniquea.




Friday, May 04, 2007

 

105 - Napoleón no vuelve jamás la espalda al enemigo

De un capitán de Napoleón fue la siguiente ocurrencia:



Un capitán, llamado Dupont, había caído en desgracia del emperador. Cierto día se encontraban en una recepción y Napoleón le volvió la espalda.

El capitán se dirigió hacia el emperador, sin miedo.

-¡Señor! Me satisface comprobar que me sigue contando en el número de sus amigos.

-No creo que tengáis ningún motivo para pensar así.

-Tengo uno y me basta: que me ha vuelto la espalda, y el mundo entero sabe que Napoleón no vuelve jamás la espalda al enemigo.

Y luego de la genial salida, se reconciliaron.




Thursday, May 03, 2007

 

104 - Ni que fuese Gayarre este sinsorgo

José de Orueta en su libro "Memorias de un bilbaino", (1870-1900), pág. 101, cuenta la siguiente anécdota sobre el conocido tenor navarro Julián Gayarre:




Muchas anécdotas se contaron de la estancia de Gayarre en Bilbao, que yo ya no recuerdo, y en la que andaba mezclado siempre su íntimo amigo, biógrafo, buen bilbaino y culto humorista, Julio Enciso.

Entre ellas, la de que una noche, después del teatro y al retirarse de una cena con amigos, en el silencio de una calle empezó a cantar un aria que el sereno presuroso vino a interrumpir, y como los amigos protestaran, insistió airado el celoso vigilante, diciendo:

-Vaya un empeño, ni que fuese Gayarre este sinsorgo.




Wednesday, May 02, 2007

 

103 - He tenido muchísima suerte

En el libro “Rafael Escolá, Ingeniero,” pp. 15-6, de la Fundación de su nombre, su hermana Mercedes Escolá cuenta de él:



A pesar de ser menos robusto que los chicos de su edad, Rafael era muy ágil y, sobre todo, resuelto. Le gustaba, por ejemplo, esquiar sin la ayuda de los palos de apoyo. El deporte alpino dio lugar a más de una anécdota en la que se refleja el optimismo inquebrantable del cual, según Mercedes, estaba dotado.

“En una ocasión fue a esquiar con unos amigos y volvió a casa con un brazo roto. Le escayolaron y le pusieron una férula que le obligaba a sostener el brazo aparatosamente alzado. De esa guisa, y con bastante alegría en la voz, saludó a papá:

-He tenido muchísima suerte: me he roto el brazo en la puerta del hotel, el último día, cuando ya no podía esquiar más.

-Sí, muchísima suerte, ya lo veo- le respondió mi padre”.






Tuesday, May 01, 2007

 

102 - Si llega a tomar el avión y es allí donde falla la bomba de combustible

Rafael Escolá cuenta en su libro reeditado póstumamente “Ética para ingenieros,” pp. 218-9, por José Ignacio Murillo, un sucedido fruto de su experiencia profesional:



Un ingeniero jefe de obras fue obligado por su director, a acompañar por carretera un transporte de maquinaria a una ciudad lejana. El ingeniero se resistía a ello, porque quería ir en avión y esperar allí la llegada, argumentando que su tiempo valía mucho y aquel camión tardaría un día y medio en llegar.

A pesar de todo, se le confirmó que debía montar en el camión. Éste tuvo una avería en la bomba de combustible, que lo detuvo muchas horas.

El ingeniero se enfadó hasta tal punto que llamó por teléfono a su jefe, recordándole lo que le había advertido sobre el riesgo de perder todo aquel tiempo, que ahora incluso se agravaba más.

El director, que estaba de buen humor, le interrumpió diciéndole:

-¿No se da cuenta del acierto que hemos tenido? ¡Fíjese si llega a tomar el avión y es allí donde falla la bomba de combustible!

Ambos se pusieron a reír, y luego, reparada la bomba, el viaje siguió sin que aquel hombre se acordara ya de su enfado. Al día siguiente comentó que de no haber mediado aquella broma, hubiera pasado casi doce horas en enfado creciente.





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