Monday, October 01, 2007
235 - El beso a la estatua de Serapis
Domingo Ramos-Lisson en su libro "Patrología", p. 192, da algunas explicaciones sobre el "Octavius", una obra en forma de diálogo, escrita hacia el 197 d.C. El autor, el abogado cristiano Marco Minucio Félix, evoca la memoria de Octavio, ya fallecido, recordando la buena amistad que había existido entre ambos y en especial, un diálogo que mantuvieron durante las fiestas romanas de la vendimia.
Octavio había viajado de África a Roma y en unión con Cecilio, un colega suyo, deciden ir a Ostia a descansar en compañía de otro amigo llamado Minucio Félix. Los tres eran oriundos de África y dedicados a los trabajos del foro y el diálogo discurre en estos términos:
“Después de uno o dos días, cuando ya el frecuente y asiduo encontrarse juntos había atenuado un poco la avidez del afecto, y habíamos intercambiado noticias de lo sucedido a cada uno de nosotros a lo largo de los años y que no conocíamos con anterioridad, nos vino el deseo de hacer una excursión a Ostia, ciudad amenísima, donde podía con suavidad echar fuera los humores de mi cuerpo mediante baños en el mar. Oportunamente la fiestas de la vendimia habían dado un poco de tregua a los trabajos del foro; estábamos, en efecto, en aquella estación en la que, una vez pasado el verano, el otoño presenta una temperatura más benigna.
Con las primeras luces del día nos dirigimos hacia el mar con el propósito de dar un paseo por la playa para que la brisa, que soplaba ligeramente, reavivase nuestros miembros, y por el singular placer de sentir cómo la arena cedía muellemente bajo nuestros pies. Cecilio, a la vista de una estatua de Serapis, según es costumbre del vulgo supersticioso, llevándose la mano a la boca, imprimió con los labios un beso.
Entonces dijo Octavio:
-Marco, hermano, no es digno de un hombre de bien, como tú eres, dejar envuelto en la ceguera de la vulgar ignorancia a una persona que dentro y fuera de tu casa anda siempre pegado a tu lado, de suerte que, en día tan luminoso, le consientas tropezar en unas piedras –eso sí, piedras labradas en imágenes, untadas y coronadas-, puesto que sabes que no menos a ti que a él alcanza la deshonra de ese error.
Cecilio parecía no prestar atención y no estar interesado en la carrera, está aparte silencioso y angustiado, mostrando en el rostro un gesto de dolor.
Entonces le dije:
-¿Qué te pasa Cecilio? Porque no veo en tí aquella habitual alegría tuya y busco en vano en tus ojos tu sonrisa, que suele brillar en medio de las graves ocupaciones de la vida.
Y él dijo:
-Ya desde el primer momento me han turbado el ánimo las palabras de Octavio, con las que te acusó de negligencia, pero sin parecerlo, y me señaló a mí muy gravemente de estar en la ignorancia. Por ello no quedarán las cosas así, sino que deseo volver sobre este asunto y tratarlo con él hasta el fondo (Octavius, II, 3).