Tuesday, October 09, 2007
243 - El misterio de la libertad
Peter Berglar en su biografía sobre San Josemaría titulada, “Opus Dei. Vida y obra del Fundador Josemaría Escrivá de Balaguer, pp. 32-33, compara cómo reaccionaron ante muy serias dificultades de modo diferente Escrivá y Lenin:
“Los testigos concuerdan en que el pequeño Josemaría era un niño alegre, normal, de desarrollo armónico, ni mimado ni libre de dolores. No hay niñez sin dolor; cualquier crecimiento lo produce. ¿Qué sucede en el interior de un chico de once años que, por tres veces en tres años, tienen que pasar por el fallecimiento de una hermanita, el dolor de los padres, las terribles horas y los días de la muerte, las lacerantes visitas al cementerio?
De Lenin sabemos que, a la edad de diecisiete años y bajo la impresión del fusilamiento de su hermano mayor, que había participado en un complot para asesinar al Zar Alejandro III, perdió la fe cristiana. “Al caer en la cuenta de que Dios nos existía -escribe su amigo Lepeschinski-, se arrancó la cruz del cuello, la escupió con desprecio y la arrojó lejos de sí” (Georg von Rauch: Lenin, en Grandes biografías, volumen II, (Bilbao, 1976), p. 13). Estamos ante un profundo misterio.
Un hombre, al ver en la muerte de su hermano la adversidad del destino, empieza a recorrer el camino del odio, un camino que acarreará terribles consecuencias para sí mismo y para miles de hombres. Otro hombre, ante la dureza de una tragedia familiar, se fortalece en su amor a Dios y a los hombres, y los frutos serán, en este caso, frutos admirables y magníficos para la humanidad. Ignoramos el profundo sentido de estos hechos: es el misterio de la libertad para el bien y para el mal.
Pero da mucho que pensar un pequeño episodio que recuerda la Baronesa de Valdeolivos. Entre los juegos de niños, les gustaba especialmente hacer castillos de naipes. Una tarde -debió ser entre julio de 1912 y octubre de 1913, pues ya habían muerto dos de las hermanitas-, “absortos en torno a la mesa, conteníamos la respiración al colocar la última carta de uno de aquellos castillos, cuando Josemaría que no acostumbraba a hacer cosas así, lo tiró con la mano. Nos quedamos medio llorando, y Josemaría, muy serio, nos dijo: “Eso mismo hace Dios con las personas: construyes un castillo y, cuando casi está terminado, Dios te lo tira”.
Esta frase deja entrever que el alma del pequeño se encontraba al borde del precipicio: había experimentado la imposibilidad de comprender a Dios y, sin darse perfecta cuenta, temblaba ante la posibilidad de tener que aceptar una fría arbitrariedad. Pero el alma, estremecida, se apartó de esta posibilidad. El pequeño Josemaría se apartó del terrible “abismo negro” al que se lanzó el joven Lenin. Una y otra, innumerables veces, el Fundador del Opus Dei alabó luego la Cruz como instrumento de salvación, como camino que tienen que andar -y que desea andar- el que tiene amor a Dios y a los hombres, porque no hay otro camino para encontrar la raíz de la alegría”.
“Los testigos concuerdan en que el pequeño Josemaría era un niño alegre, normal, de desarrollo armónico, ni mimado ni libre de dolores. No hay niñez sin dolor; cualquier crecimiento lo produce. ¿Qué sucede en el interior de un chico de once años que, por tres veces en tres años, tienen que pasar por el fallecimiento de una hermanita, el dolor de los padres, las terribles horas y los días de la muerte, las lacerantes visitas al cementerio?
De Lenin sabemos que, a la edad de diecisiete años y bajo la impresión del fusilamiento de su hermano mayor, que había participado en un complot para asesinar al Zar Alejandro III, perdió la fe cristiana. “Al caer en la cuenta de que Dios nos existía -escribe su amigo Lepeschinski-, se arrancó la cruz del cuello, la escupió con desprecio y la arrojó lejos de sí” (Georg von Rauch: Lenin, en Grandes biografías, volumen II, (Bilbao, 1976), p. 13). Estamos ante un profundo misterio.
Un hombre, al ver en la muerte de su hermano la adversidad del destino, empieza a recorrer el camino del odio, un camino que acarreará terribles consecuencias para sí mismo y para miles de hombres. Otro hombre, ante la dureza de una tragedia familiar, se fortalece en su amor a Dios y a los hombres, y los frutos serán, en este caso, frutos admirables y magníficos para la humanidad. Ignoramos el profundo sentido de estos hechos: es el misterio de la libertad para el bien y para el mal.
Pero da mucho que pensar un pequeño episodio que recuerda la Baronesa de Valdeolivos. Entre los juegos de niños, les gustaba especialmente hacer castillos de naipes. Una tarde -debió ser entre julio de 1912 y octubre de 1913, pues ya habían muerto dos de las hermanitas-, “absortos en torno a la mesa, conteníamos la respiración al colocar la última carta de uno de aquellos castillos, cuando Josemaría que no acostumbraba a hacer cosas así, lo tiró con la mano. Nos quedamos medio llorando, y Josemaría, muy serio, nos dijo: “Eso mismo hace Dios con las personas: construyes un castillo y, cuando casi está terminado, Dios te lo tira”.
Esta frase deja entrever que el alma del pequeño se encontraba al borde del precipicio: había experimentado la imposibilidad de comprender a Dios y, sin darse perfecta cuenta, temblaba ante la posibilidad de tener que aceptar una fría arbitrariedad. Pero el alma, estremecida, se apartó de esta posibilidad. El pequeño Josemaría se apartó del terrible “abismo negro” al que se lanzó el joven Lenin. Una y otra, innumerables veces, el Fundador del Opus Dei alabó luego la Cruz como instrumento de salvación, como camino que tienen que andar -y que desea andar- el que tiene amor a Dios y a los hombres, porque no hay otro camino para encontrar la raíz de la alegría”.