Friday, May 09, 2008

 

260 - Creo que hemos estado un poco impertinentes

Ishiguro Kazuo, en su novela “Los restos del día”, pp. 45-48, narra la lealtad de un mayordomo en un momento dado, cuando empiezan a murmurar de su señor:



Lo importante es, naturalmente, que la historia transmite en cierto modo las ideas de mi padre, ya que cuando pienso en su trayectoria profesional me doy cuenta de que a lo largo de toda su vida se esforzó por ser el mayordomo de la historia, y, a mi juicio, en el momento cumbre de su carrera mi padre logró lo que tanto ambicionaba. Aunque tengo la certidumbre de que nunca tuvo ocasión de encontrarse con un tigre debajo de la mesa del comedor, puedo citar varias ocasiones en las que pudo hacer gala de esa cualidad especial que tanto admiraba en el mayordomo de su historia.

Tuve noticia de una de esas ocasiones por mister David Charles, de la empresa Charles & Redding, que durante la época de lord Darlington pasó varias veces por Darlington Hall. Fue una noche en la que le serví como ayuda de cámara. Mister Charles me contó que, unos años atrás, había tenido ocasión de conocer a mi padre en casa de mister John Silvers, el famoso industrial, donde sirvió durante quince años, época cumbre de su carrera, y mister Charles me dijo que a causa de un incidente ocurrido durante su visita nunca había podido olvidar a mi padre.

Una tarde, mister Charles, para vergüenza suya, se emborrachó en compañía de otros dos invitados, dos caballeros a los que simplemente llamaré mister Smith y mister Jones, ya que es probable que en determinados círculos aún se les recuerde. Después de haber estado más o menos una hora bebiendo, a estos dos caballeros se les antojó dar un paseo en coche por los pueblos de la zona; los coches, en aquella época, eran todavía una novedad. Convencieron a mister Charles para que les acompañara y, dado que en aquel momento el chófer estaba de permiso, mi padre los llevó en su lugar.

Iniciado el paseo, mister Smith y mister Jones, a pesar de tener ya sus años, empezaron a comportarse como colegiales, a cantar canciones picantes y a hacer comentarios aún más picantes sobre todo lo que veían por la ventanilla. En el mapa de la zona, además, los dos caballeros descubrieron que muy cerca había tres pueblos llamados Morphy, Saltash y Brigoon. Ahora mismo no estoy seguro de si éstos eran los nombres exactos, pero el caso es que a mister Smith y a mister Jones estos lugares les recordaron un número musical llamado “Murphy, Saltman y Brigid la Gata”, del cual quizá hayan oído hablar ustedes.

Al reparar en la curiosa coincidencia, los caballeros se obstinaron en visitar los tres pueblos en cuestión, como homenaje, dijeron, a los artistas de las variedades. Según mister Charles, mi padre ya les había llevado hasta uno de los pueblos y estaba a punto de entrar en el segundo cuando mister Smith o mister Jones, no supo decirme cuál de los dos, descubrió que el pueblo era Brigoon, es decir, el tercero de la serie y no el segundo.

En tono furioso ordenaron a mi padre que diese inmediatamente la vuelta para visitar los tres pueblos “en el orden correcto”, lo cual suponía tener que repetir un buen tramo de carretera. Según mister Charles, mi padre acató, no obstante, la orden como si fuese totalmente razonable, y siguió comportándose con una cortesía irreprochable.

A partir de ese momento, la atención de mister Smith y mister Jones se centró en mi padre y, ya aburridos de los que el otro lado de las ventanillas les ofrecía, decidieron variar de diversión y empezaron a comentar en voz alta, con palabras poco halagüeñas, el “error” de mi progenitor. Mister Charles recordaba maravillado su actitud impertérrita, ya que no dio muestras de disgusto o enfado, sino que siguió conduciendo mostrando una actitud muy equilibrada, entre digna y decididamente complaciente.

La ecuanimidad de mi padre, no obstante, no duraría demasiado, ya que cuando se cansaron de proferir insultos contra él, los dos caballeros la emprendieron con su anfitrión, es decir, con mister John Silvers, el patrón de mi padre. Los comentarios llegaron a ser tan desagradables e infames, que mister Charles, o al menos eso me dijo, se vio obligado a intervenir insinuando que aquella conversación era de muy mal gusto.

Esta opinión fue rebatida con tal ímpetu, que mister Charles no sólo temió convertirse en el nuevo centro de atención de ambos caballeros, sino que realmente consideró que corría peligro de ser agredido físicamente.

De pronto, tras una insinuación sobremanera perversa contra su señor, mi padre detuvo el coche bruscamente. Lo que ocurrió después fue lo que causaría en mister Charles una impresión tan imperecedera.

La portezuela del coche se abrió, y advirtieron la figura de mi padre a unos pasos del vehículo, con la mirada clavada en su interior. Según el relato de mister Charles, los tres pasajeros se sintieron anonadados al advertir la imponente fuerza física que tenía mi padre. En efecto, era un hombre de casi metro noventa y cinco de estatura y su rostro, que en actitud servicial resultaba tranquilizante, en un contexto distinto podía parecer extremadamente severo. Según mister Charles, mi padre no manifestó enfado alguno. Por lo visto, se había limitado a abrir la portezuela, pero su aspecto, al mirarlos desde arriba, parecía tan acusador y al mismo tiempo tan inexorable, que los dos compañeros de mister Charles, totalmente ebrios, se encogieron como dos mocosos a los que un granjero sorprendiera robando manzanas. Mi padre permaneció unos instantes inmóvil, con la portezuela abierta y sin pronunciar palabra. Finalmente, mister Smith o mister Jones, no distinguió quién, inquirió:

-¿No continuamos el viaje?

Pero mi padre no respondió, tan sólo permaneció de pie, en silencio. Tampoco les pidió que bajaran ni les dejó entrever lo más mínimo cuáles eran sus deseos o intenciones. Me imagino perfectamente el aspecto que debía tener aquel día, entre las cuatro esquinas de la portezuela del vehículo, ensombreciendo con su oscura y adusta figura la dulzura del paisaje de Hertfordshire. Según recordaba mister Charles, fueron unos momentos singularmente incómodos durante los cuales también él, a pesar de no haber participado del comportamiento anterior, se sentía culpable. El silencio parecía interminable hasta que mister Smith o mister Jones decidieron susurrar:

-Creo que hemos estado un poco impertinentes, pero no volverá a repetirse.

Tras considerar sus palabras, mi padre cerró suavemente la portezuela, cogió de nuevo el volante y se dispuso a proseguir la excursión por los tres pueblos, excursión que, según me aseguró mister Charles, se llevó a cabo casi en silencio.






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