Thursday, August 21, 2008

 

268 - Sólo escuchaba lo que quería oír

José Francisco SÁNCHEZ en “Vagón-bar”, p. 165:


Estoy convencido de que las historias tienen mayor poder persuasivo que los argumentos lógicos. Ésta ocurrió hace cosa de diez años. Regresaba de Valladolid a Santiago de Compostela y en Medina del Campo me pilló una huelga de Renfe. Con casi diez horas de retraso, hacia las cuatro de la madrugada, llegó mi tren. Subí a él muerto de frío, enfadado y pensando que, encima, encontraría ocupado mi asiento.

Al llegar a mi departamento, vi que las luces estaban apagadas y las cortinas corridas. Me figuré la escena: dos tipos durmiendo a pierna suelta ocupando todos los asientos. Ya me veía teniendo que despertar a uno de ellos para poder sentarme y eso me resultaba violento. En un último arranque de osadía abrí la puerta. Una voz me sorprendió desde el fondo del habitáculo:

-¿Es usted seminarista?- dijo.

Me quedé helado. El dueño de la voz se levantó y encendió la luz. No había nadie más. Era un hombre de unos setenta años, cara cuadrada, pelo amarillento y gafas metálicas. Le contesté:

-No, no soy seminarista. No sé por qué me pregunta eso.

-Por el pelo –dijo él-. Lo lleva usted muy corto, como los seminaristas.

-Hombre, también podría estar haciendo la mili, ¿no? –contesté.

-Así que usted conoce a los seminaristas –me dijo con un cierto tono de triunfo en la voz. La verdad es que yo no conocía a ningún seminarista ni real ni posible y me limité a comentar:

-Bueno, veo que podremos dormir.

Él dijo, para mi espanto:

-Yo no duermo desde la guerra. Desde la guerra no duermo. ¿Usted se acuerda de la guerra?

Empecé a sospechar que el cerebro de mi acompañante tenía piedras en los engranajes. Y no me atreví a decirle que yo había nacido veinte años después de terminada la guerra. Contesté:

-No, yo no recuerdo la guerra.

Él sí la recordaba y empezó a demostrármelo en voz alta. Al cabo de un rato se detuvo y me dijo:

-¿Usted estudia en Santiago, no?

Le dije que no, pero no me hizo caso y continuó:

-Pues como usted estudia en Santiago, le vendría muy bien visitar a un amigo mío, catedrático de papirología y palimpsestos y cosas así del antiguo Egipto. Se llama Pomar y él le podrá ayudar mucho. Le podrá dar buenos consejos. Vaya a verle de mi parte.

Quise saber de parte de quién tenía que ir, pero el anciano viajero había caído ya en una nueva crisis de remembranzas desaforadas, ahora sobre sus buenos tiempos universitarios. Al cabo de otro rato, volvió a interrumpirse y me dijo:

-Por cierto, si estudia usted en Santiago, tiene que ir a ver a un amigo mío, que es un catedrático muy sabio, se llama Pomar, ¿lo conoce usted?

-No –dije, algo mosqueado. Y él:

-Pues es un tipo así, alto, con la cara algo roja, que lo sabe todo sobre palimpsestos y del Egipto antiguo. Vaya a verle que le puede ayudar mucho.

Dije que sí, que iría, y empecé a desear ardientemente que la luz del departamento y la voz de mi compañero viaje se apagaran simultáneamente. No tuve suerte, porque lo de la cara roja de Pomar, no sé por qué, le recordó a los maquis que rondaron su pueblo después de la Guerra Civil, y cayó de nuevo en la incontinencia verbal a la que ya me iba acostumbrando.

No tardó mucho en detenerse una vez más, volverse hacia mí –no me miraba mientras hablaba- y, después de sujetarme por un brazo, añadió por enésima vez:

-Si usted estudia en Santiago, tiene que ir a ver a un catedrático amigo mío, un sabio, experto en papiros y palimpsestos, el Egipto antiguo, ya sabe ...

Esta vez le interrumpí:

-¿Quién? ¿Pomar?

Entonces el hombre me miró sorprendido y feliz. Dijo:

-¡Ah! ¡Cómo! ¿Le conoce?

Me mordí una mano y salí al pasillo para poder reírme en libertad.

Me gusta recordar esta historia y me gusta contarla a estudiantes de comunicación. Porque la principal diferencia, a mi entender, entre los dos protagonistas no era la edad ni la salud de sus respectivas neuronas.

La principal diferencia entre aquellos dos hombres radica en que uno de ellos ha podido contarles hoy esta historia y el otro nunca podrá hacerlo. Para él, esta historia jamás sucedió porque no se dio cuenta. Y no se dio cuenta porque –por las razones que fueran- no sabía escuchar. Escuchaba poco y sólo lo que quería oír.

Por eso, si alguien le preguntó qué tal había sido su viaje, probablemente dijo que muy largo por la huelga, y algo aburrido porque le tocó como compañero un seminarista, que estudiaba en Santiago, un tipo muy callado ...












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