Tuesday, September 30, 2008

 

274 - ¿No te ha hablado nadie de esa mala costumbre tuya?

James C. Hunter en su libro “La paradoja”, p. 54, tiene un diálogo entre el monje Simeón que da un curso a empresarios sobre liderazgo y uno de sus alumnos que se llama John en la que le habla de la importancia de saber escuchar:


Pero oye, Simeón, desde luego ayer me pillaste en lo de no escuchar a Kim.

-Ah, sí, John. Me he dado cuenta de que no escuchas demasiado bien.

-¿Qué quieres decir? –pregunté a la defensiva-. Siempre he pensado que sabía escuchar.

-Ayer por la mañana, cuando nos encontramos en mi habitación, me cortaste por lo menos tres veces en mitad de una frase. Bueno, eso es algo que mi ego puede soportar, John, pero me espanta en el mensaje que haces llegar a la gente que diriges, interrumpiéndoles de esa manera. ¿No te ha hablado nadie de esa mala costumbre tuya?

-Pues, no –mentí, a sabiendas de que una de las mayores quejas de Rachael era que nunca dejaba a nadie acabar una sola frase, sin meter yo baza. A mis hijos aquello les frustraba lo indecible. Rachael mantenía que probablemente hacía lo mismo en el trabajo e insistía en que seguro que nadie se atrevía a decírmelo a la cara.

Sin embargo, en una ocasión eso fue precisamente lo que sucedió. Ocurrió durante una entrevista con un director de producción que dejaba el puesto para irse a trabajar con la competencia. Me dijo que nunca había encontrado a nadie que escuchara menos que yo. No hice mucho caso de aquello, porque di por sentado que los que dejaban la empresa y los traidores poco podían enseñarme.

-Cuando se corta así a la gente, dejándola con la palabra en la boca, se están emitiendo mensajes poco positivos. Primero, si me cortan así la palabra, es evidente que no me estaban escuchando muy atentamente, puesto que ya tenían la respuesta en mente; segundo, no me valoran en absoluto, no valoran mi opinión y, finalmente, deben pensar que lo que tienen que decir es mucho más importante que lo que yo tengo que decir. Estos, John, son mensajes que indican una falta de respeto, que como líder no puedes emitir.

-Pero eso no es así, Simeón –protesté-. Yo te tengo muchísimo respeto.

-Tus sentimientos de respeto deben ser acordes con tus actos de respeto, John”.

(...).

(pp. 93-94). Siempre que le hablaba, Simeón parecía beberse mis palabras y eso me hacía sentirme apreciado e importante. Tenía una destreza especial para entender las situaciones, para apartar la hojarasca e ir directamente al meollo de la cuestión. Nunca reaccionaba a la defensiva cuando le ponían en cuestión, y yo estaba convencido de que era el ser humano más seguro de sí mismo que había conocido en toda mi vida. Le estaba agradecido de que no tratara de imponerme temas religiosos u otro tipo de creencias, pero en este aspecto tampoco se puede decir que tuviera una actitud pasiva. Yo siempre sabía cuál era su parecer sobre las cosas. Tenía un natural afable y seductor, una sonrisa siempre en los labios y un brillo en los ojos que comunicaba una auténtica alegría de vivir.








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