Wednesday, October 22, 2008
282 - Mal puedo yo entregar lo que no es mío
Pablo Victoria en su libro “El día que España derrotó a Inglaterra” (pp. 41, 46-48), narra un suceso durante el ataque contra la ciudad de Cartagena de Indias (Colombia) del francés Jean Bernard Desjeans, Barón de Pointis, en 1679.
Éste, amparado por la Alianza de Augsburgo, la atacó con más de 5.000 hombres, entre ellos 650 bucaneros reclutados en la costa de Santo Domingo, que entonces estaba en poder de los franceses. El 13 de abril de 1697, la Armada francesa fondeó en aguas de Cartagena y al poco conquistó la ciudad, saqueándola posteriormente:
Los cartageneros siempre recordaron con orgullo la heroica resistencia de Don Sancho Ximeno de Orozco, el castellano del fuerte que entonces guardaba la entrada por Bocachica, el de San Luis, que quedaba un poco más hacia mar abierto en relación con el actual, el de San Fernando, que fue construido después de que el almirante Vernon, cuatro décadas más tarde, destruyera definitivamente aquel heroico fortín.
Durante este asedio, la flota francesa se había colocado en forma de media luna alrededor del castillo San Luis, vomitando fuego sin tregua sobre sus muros. Asediaban el navío Scepter, con 650 hombres y 84 cañones; el Saint Lewis, con 420 hombres y 54 cañones; el Fort, con 450 hombres y 20 cañones; las naves Vermandois, Apollo, Furieux y Saint Michel, de 350 hombres y 50 cañones cada una. En segunda línea de fuego permanecían, para relevo, el Cristo, el Avenant, el Marin, y el Ecklatant, con un total de 350 hombres y 94 cañones. En tercera línea aguardaban los buques de transporte y otros de apoyo.
Don Sancho, resistiendo como podía con quince de sus cañones –pues la otra mitad había sido desmontada con grandes pérdidas de hombres a causa del infernal bombardeo-, no quiso entregarlo al poderoso enemigo. Pointis había hundido una lancha de refuerzos que desde Cartagena fue enviada para aliviar el sitio, en la que también venían dos frailes franciscanos que habían concurrido a la batalla, y esto fue lo que terminó de persuadir a los defensores del cerco sobre la inutilidad de la lucha.
Los franceses desembarcaron tropas de asalto y desde sus escuadras de guerra, compuesta de nueve navíos, nueve fragatas y un lanzabombas, continuaban martillando las defensas. Corría el 16 de abril. La situación era tan angustiosa para los españoles, que el mismo Pointis, compadeciéndose de ellos, envió a uno de los frailes capturados con un tambor –soldado éste que tocaría a redoble para anunciar la llegada- a solicitar la rendición del fuerte. Fraile y soldado se abrieron paso por entre los escombros y cadáveres, y en un momento en el que el fuego cesó para que se oyeran las voces de la embajada, al son del tambor, el fraile se acercó a las derruidas murallas y gritó:
-Traigo embajada para Don Sancho. Quiero hablar con él.
Y Don Sancho respondió:
-¿Qué queréis, buen fraile?
-El Barón de Pointis os manda a saludar y a solicitar que entreguéis el Castillo –contestó el cura.
-¡Decidle que mal puedo yo entregar lo que no es mío! –contestó el valiente defensor. Estas inmortales palabras quedaron para siempre grabadas en la mente y corazones de los cartageneros, quienes desde entonces las repetían por motivo de orgullo y valentía sin cuento para infundirse ánimo al enfrentar cualquier peligro.
Entonces, ante la tajante respuesta, el combate volvió a enfurecerse, y bajo la lluvia de fuego y metralla de tres mil fusiles invasores contra setenta hombres que defendían el fuerte, los franceses se fueron aproximando en oleadas sucesivas desembarcadas de los siete buques de transporte que traían hasta que ya les fue posible arrojar las granadas sobre los parapetos donde se escondían los defensores.
No habiendo ya casi hombres blancos para defender la posición, la guarnición mestiza y de color que quedaba se echó al suelo y arrojó las armas en señal de rendición, desquitándose de Don Sancho, quien tiempo atrás había sofocado por la fuerza una revuelta de negros cimarrones.
Inútilmente trató Don Sancho de hacerla pelear hasta el final, aún amenazando a los jefes con su daga. Al ver esto, los franceses pararon súbitamente el bombardeo y acallaron los fusiles para conocer el desenlace de la disputa. Don Sancho Ximeno, asomándose a la muralla y desgarrando el silencio de las armas, clamó con potente y desafiante voz, como león herido por el dardo:
-¡Aunque me quede solo, Barón de Pointis, no me rindo ni pido cuartel!
Después de lo cual procedió a encerrarse en alguna habitación que todavía quedaba en pie, no sin antes escuchar tras de sí las descargas de fusilería que enmarcaron su gesto.
Como el Barón amenazaba pasar a cuchillo a los combatientes que quedaban si no abrían la desvencijada puerta de acceso a la fortaleza, los negros y mestizos procedieron a quitar el terraplén que la protegía, echaron abajo los cerrojos, quitaron la pesada tranca y se la abrieron al enemigo. Los franceses se precipitaron sobre la entrada y, tras capturar al desarmado Don Sancho, se lo entregaron al Barón, diciendo:
-Barón, he aquí al defensor del Castillo. Ante lo cual espetó Don Sancho, con la voz agitada por la angustia y la refriega:
-Os aseguro, Barón, que ni me he rendido, ni he pedido cuartel, ni he entregado lo que no es mío –seguido de lo cual respondió el Barón en un gesto de caballerosidad todavía a la usanza de la época:
-Ya lo sé, pero un valiente caballero como vos tampoco debe estar desarmado. –Y quitándose la espada de su cintura se la entregó al valeroso español y concluyó: -Ahora sí, entregadme los almacenes, bastimentos y municiones.
-Aunque me hayáis obsequiado con vuestra espada, Barón, ya os dije que nada os entregaré. Pedidle cuanto queráis a Don Fernando Vivas, el artillero, quien lo tiene bajo su cuidado y a quien podéis mandar a sacar de la prisión adonde lo he tenido en capilla por no saber defender lo que no era suyo.
El francés quedó atónito y ordenó que le rindieran honores militares a tan gallardo y altivo caballero como no había conocido otro; luego lo invitó a cenar a su tienda de campaña y lo sentó a su lado derecho. Acaba la cena procedió a despacharlo hacía la isla de Barú con su familia como prisionero temporal.
No siendo Don Sancho capaz de conservar aquella espada de la deshonra, por las atrocidades que los hombres de Pointis cometieran en la ciudad, la entregó después con todos los honores a manos de la Virgen de Santa Catalina, imagen que adorna el retablo del Altar Mayor de la Catedral y que hasta el día de hoy se conserva allí.