Thursday, November 30, 2006

 

13 - Utilitarismo miope

De un artículo de José Miguel Cejas, en “El diario de Cuenca”, 2 de octubre de 1986.




No lo viví yo: me lo contaron. Sucedió en Sevilla durante las “cruces de mayo”. Se presentó un buen día un inglés en una de esas viejas casas de vecinos, que en Andalucía se llaman corrales. El inglés se asomó a la puerta. Miró al zaguán, el suelo empedrado y el pozo, requetepintado de cal. En el centro del patio, emergiendo de una muchedumbre de macetas, se alzaba una cruz hecha con rosas. Por la noche –uno, dos, tres de mayo- bailarían los niños alrededor. Arriba, por los corredores de barandillas, se asomaban al patio, apretujadas, ocho puertas verdes: allí vivían ocho familias modestas. Un viejo en un rincón liaba despacito su cigarro.

El inglés frunció el ceño. No acababa de entender aquel despilfarro vegetal entre tanta pobreza. “¡Qué absurdo!”, murmuró, al ver cómo las madreselvas, los jazmines, las enredaderas y todas las tribus florales de la jardinería se enseñoreaban ricamente de todas las paredes y balcones. El viejo, de espaldas, miraba de reojillo. Y el inglés siguió, como si no hubiese dicho ya bastante: “¡Para qué les servirá tanto geranio!”.

El viejo seguía liando su cigarro. Y sin darse la vuelta siquiera, con burlona ironía, preguntó:

-Oiga usté, señor inglés: ¿Y pa qué sirven los ángeles?

La anécdota me hizo reír y ... pensar. ¿Qué sería de nuestra vida cotidiana si tuviera solo perfiles y dimensiones estables, medibles, como declaraciones a Hacienda? El pragmatismo querría llevar los ángeles al paro y unidimensionar el alma con un regla de cálculo. Por eso, los patios andaluces siempre me han parecido un monumento alegre a la trascendencia, un manifiesto castizo en defensa de la “inutilidad” metafísica. Cada geranio, un grito rojo, dentro del ruedo pobre de su maceta, contra el utilitarismo miope: una reivindicación de color y de espíritu sobre la pared chata y blanca de nuestra existencia.






Thursday, November 23, 2006

 

12 - Seguro que lo van a conseguir

De un suceso real:




Dos alumnos de un colegio se dirigen a su ciudad por la tarde, a la vuelta de las clases. Van en un tren de cercanías, en el que vuelven a casa en silencio algunos trabajadores.

Los alumnos van discutiendo en alto. Uno le dice a otro:

-Yo voy a dedicarme a ganar muchos miles de millones de pesetas.

El otro le responde:

-Pues yo me voy a dedicar a la política. Así mandaré y os dirigiré a vosotros, a los que ganáis miles de millones de pesetas.

Del fondo del vagón se oyó una voz de uno de los viajeros, que le decía a otro:

-¿Sabéis que es lo peor? ¡Que seguramente lo van a conseguir!






Wednesday, November 22, 2006

 

11 - Al menos concejal de su pueblo


De un artículo de Francisco Ignacio de Cáceres, en la revista "Época", n. 103.














Es posible, como se ha sugerido, que le hayan metido en esta emboscada Schultz y sus muchachos. Pero esta inocentada nos recuerda la anécdota que contaban de John F. Kennedy, cuando reunía a su equipo ministerial: la flor y nata de Harvard, Yale o del Smithsonian.

Consultado el viejo zorro sureño y “speaker” de la Cámara, Sam Rayburn, éste gruñía a cada nombre y currículum, hasta que al final Kennedy le preguntó:

-¿Es que no te gusta la lista, Sam?

-Bueno –dijo Rayburn-, me hubiera gustado más que alguno hubiera sido, por lo menos, concejal en el ayuntamiento de su pueblo.







Tuesday, November 21, 2006

 

10 - Y ahora, hablemos

Indro Montanelli, cuando dirigía "Il Giornale nuovo", publicaba diariamente un recuadro muy leído, comentando algún aspecto de la realidad periodística. El del 17 de marzo de 1982 era:




Controcorrente:

Por enésima vez Breznev ofrece a Occidente la moratoria nuclear. Si vosotros, dice, renunciáis a instalar misiles en Europa, nosotros nos empeñaremos en no añadir más a los que ya hemos instalado contra Europa.

La invitación es tentadora. Me recuerda un poco la historia de un califa árabe que, después de haber hecho cortar la lengua a su enemigo, le dice:

-Y ahora, hablemos.







Monday, November 20, 2006

 

9 - Avíseme si encuentra dinero

F.H. Drinkwater en sus "Historias catequísticas", II, 883, cuenta un sucedido gracioso que muestra cómo el que se conforma con poco, se ahorra muchas preocupaciones de que le roben o le dañen sus bienes.




Un hombre, a quien había despertado su mujer al oír que rompían una ventana, al bajar las escaleras de su casa para ver qué pasaba, encontró a un ratero.

-¿Qué está buscando aquí? -le preguntó.

-Dinero, -contestó el ladrón.

-Bueno, entonces me vuelvo a la cama. Avíseme si encuentra algo.

Descorazonado ante aquella respuesta, el ratero se marchó de la casa sin robar nada.







Thursday, November 09, 2006

 

8 - El remedio del buen humor

Ángel Mª García Dorronsoro narra en "Tiempo para creer", p. 34, lo que le sucedió en una visita:




Recuerdo que en cierta ocasión fui con un amigo a visitar a una tía suya que era una mujer excelente, y esta mujer, ya un poco mayor, comunicativa, a poco de llegar nos dijo: "Tengo un disgusto imponente". (Yo no sé si voy a saber contar bien esto, porque para contarlo bien hace falta una cierta aptitud para retener relaciones familiares. Pero fue una visita que para mí resultó formativa y por eso la recuerdo).

Nos dijo esta mujer: "Tengo un disgusto muy grande. Porque, fijaos: el otro día yo le dije a Fulanita -una cuñada- tal cosa, y ésta le ha dicho a Menganita -una prima- que yo le había dicho a la primera tal otra cosa; la prima le ha dicho a Fulano -un tío de la cuñada- que yo le había dicho ...", y al llegar a este momento, mi amigo, que tiene un excelente sentido del humor, levantó la mano y le dijo:

-¡Un momento!.

Echó mano de la agenda, la sacó, la puso encima de la mesa -yo le contemplaba con mucha curiosidad- y le dijo:

-¡Un momento, tía! Vamos a ver este disgusto tuyo, porque estos disgustos yo no los puedo seguir más que con papel y lápiz. O sea, tú le dijiste....

Y su tía se echó a reír.

Y, como tantas veces en la vida, el buen humor pudo remediar una situación desproporcionada, una situación dramática que tenía mucha menos importancia de la que parecía a primera vista. Su tía, excelente mujer, se rió mucho y probablemente olvidó aquel asunto.



Monday, November 06, 2006

 

7 - Una sonrisa tras la tapia

Comienzo de un artículo de José Luis Martín Descalzo en ABC:



Raúl Follerau solía contar una historia emocionante: visitando una leprosería en una isla del Pacífico le sorprendió que, entre tantos rostros muertos y apagados, hubiera alguien que había conservado unos ojos claros y luminosos, que aún sabían sonreír y que se iluminaban con un "gracias" cuando le ofrecían algo. Entre tantos "cadáveres" ambulantes, sólo aquel hombre se conservaba humano.

Cuando preguntó qué era lo que mantenía a este pobre leproso tan unido a la vida, alguien le dijo que observara su conducta por las mañanas. Y vio que, apenas amanecía, aquel hombre acudía al patio que rodeaba la leprosería y se sentaba enfrente del alto muro de cemento que la rodeaba. Y allí esperaba. Esperaba hasta que, a media mañana, tras el muro, aparecía durante unos cuantos segundos otro rostro, una cara de mujer, vieja y arrugadita, que sonreía. Entonces el hombre comulgaba con esa sonrisa y sonreía él también. Luego el rostro de la mujer desaparecía y el hombre, iluminado, tenía ya alimento para seguir soportando una nueva jornada y para esperar a que mañana regresara el rostro sonriente.

Era -le explicaría después el leproso- su mujer. Cuando le arrancaron de su pueblo y le trasladaron a la leprosería, la mujer le siguió hasta el poblado más cercano. Y acudía cada mañana para continuar expresándole su amor.

-Al verla cada día -comentaba el leproso- sé que todavía vivo.

No exageraba: Vivir es saberse queridos, sentirse queridos. (...) Y asombrosamente, la sonrisa -que es la más barata de las ayudas- es la que más tacañeamos.




Saturday, November 04, 2006

 

6 - Las reinas de España no tienen piernas

Juan Antonio Vallejo-Nágera, en su novela "Yo, el rey", p. 99, escribe una reflexión del futuro rey de España, José Bonaparte, sobre la delicadeza en los temas que se tratan.

(En las notas históricas que coloca al final de la novela, no aparece esta anécdota ni la cita indicando de dónde procede).




Quise interrumpir a madame Gazzani, pues la charla tomaba un matiz indelicado, pero esa mujer habla en voz aguda, no agradable, a una velocidad desenfrenada y nada fácil de cortar. Va a resultar que tiene razón la Montmercy.

-La emperatriz cambia todos los días tres veces de ropa interior, y, las medias, esa maravilla que hacen sólo para ella en las sederías de Lyon, las estrena cada vez. Jamás repite ni consiente que otras personas las utilicemos después. A mí me encantaría poder lucirlas, aunque reconozco que mis piernas no son como las de la emperatriz.

Tenía razón mi vecina de mesa. Esta mujer es de una falta de clase notoria. Decidí frenar su facundia indiscreta.

-Escuchad, madame Gazzani. En mi viaje desde Nápoles, al visitar a mi hermano Luciano, éste me relató una anécdota interesante sobre mis nuevos súbditos (los españoles). Pasando por esa zona de Italia, una princesa procedente de Viena, que iba a contraer matrimonio con uno de los reyes españoles de la casa de Austria, los alcaldes ofrendaron como un gran presente, unas cajas de medias de finísimo encaje que ellos fabricaban. El jefe de la escolta española, enfurecido, se las arrojó al rostro, diciéndoles: "Las reinas de España no tienen piernas". La princesa se echó a llorar creyendo que iban a cortárselas en España. pero opino que el alférez español tenía razón.

-Disculpe Vuestra Majestad, no me había percatado de que estaba siendo inconveniente.





Thursday, November 02, 2006

 

5 - Sentía ya que con ella iba a obtener la liberación

Tatiana Góricheva cuenta en su libro “Hablar de Dios resulta peligroso”, pp. 33-36 cómo se confesó de sus pecados. De llevar una vida muy desarreglada, se convierte a la ortodoxia.





Lo único que sabía era la necesidad de acercarse a la confesión y a la comunión. Y sabía que tanto la confesión como la eucaristía son grandes sacramentos, que nos reconcilian con Dios y hasta nos unen con Él; nos unen realmente a Él de una forma plena tanto física como espiritual y anímicamente. Yo había sido bautizada formalmente en mi niñez por unos padres incrédulos. Por las explicaciones que ellos me habían dado nunca he podido saber si lo hicieron por guardar la tradición o si alguien los convenció para que me bautizaran. Ahora, a mis veintiséis años, se me ha dado el renovar la gracia del bautismo.


Como una costra endurecida.

Sabía que el sacerdote –el conocido confesor P. Hermógenes- me haría personalmente algunas preguntas y me ayudaría en la confesión. Cuando la víspera estaba leyendo mi pequeño devocionario para prepararme a la confesión descubrí que había quebrantado todos los preceptos del Antiguo y del Nuevo Testamento. Pero, con independencia de eso, ví claramente que mi vida estaba plagada de pecados de todo tipo, de transgresiones y de formas de conducta antinaturales. Ahora, después de mi conversión, me perseguían y atormentaban y presionaban sobre mi alma como una pesada losa.

¿Y cómo no pude ver antes lo repugnante, estúpido, aburrido y estéril que resultaba el pecado? Desde mi infancia había tenido sobre los ojos una especie de venda. Y deseé la confesión porque con todo mi interior sentía ya que con ella iba a obtener la liberación; que aquel hombre nuevo, aquella persona nueva que poco antes había descubierto en mí, acabaría por triunfar plenamente y arrojaría fuera al hombre viejo. Desde el momento mismo de mi conversión me sentía interiormente sanada y renovada; pero como si de algún modo estuviera recubierta por una costra de pecado que se hubiera desarrollado y endurecido en mí. Por ello deseaba la confesión como un baño y recordé las palabras maravillosas del salmo que poco antes había aprendido de memoria: “Purifícame con el hisopo y seré puro, lávame y quedaré más blanco que la nieve” (Salmo 50, 9).


La experiencia de un milagro.

Llegó el momento de la confesión. Me adelanté y besé el Evangelio y la cruz. Experimentando en mi interior sentimientos de congoja y terror, tuve naturalmente miedo a decir que era la primera vez que me confesaba. Y fue el P. Hermógenes el que empezó por preguntar:

-¿Desde cuándo no vas a la iglesia? ¿Qué días festivos has dejado de guardar intencionadamente?

-Todos- le contesté.

Entonces comprendió el P. Hermógenes que se trataba de una recién convertida. En los últimos tiempos los nuevos conversos acuden en gran número a la Iglesia rusa, y su trato requiere un comportamiento diferente.

Empezó por preguntarme sobre los pecados más horrorosos y más gordos de mi vida, y yo tuve que contarle mi biografía completa: una vida asentada en el orgullo y en el ansia de notoriedad, una vida montada en el desprecio profundo al hombre.

Le hablé de mi afición a la bebida y de mi desbocada vida sexual, de mis desgraciados matrimonios, de los abortos y de mi incapacidad para querer a nadie. Le hablé también del periodo siguiente de mi vida: de mi práctica del yoga y del deseo de autorrealización, de convertirme en dios, sin amor y sin arrepentimiento. Hablé durante mucho tiempo, aunque con esfuerzo. La vergüenza impidió que las lágrimas me ahogasen. Y al final afluyeron a mis labios, casi de un modo espontáneo estas palabras:

-Quiero expiar por todos mis pecados, para purificarme de los mismos, al menos en alguna medida. ¡Por favor, déme la absolución sacramental!

El P. Hermógenes me escuchaba atentamente, sin apenas interrumpirme. Después dio un suspiro profundo y dijo:

-Sí, son pecados graves.

Recibí la absolución por la misericordia de Dios, y muy fácilmente, como a mí me pareció: durante algunos años y cinco veces al día debería recitar, postrándome e inclinándome profundamente hasta el suelo, la oración: “¡Virgen y Madre de Dios, alégrate!”.

Aquella absolución fue para mí un gran consuelo a lo largo de los años siguientes.





Wednesday, November 01, 2006

 

4 - El elefante atado


Del blog de Torre II:











Un día un niño vio como un elefante del circo, después de la función, era amarrado con una cadena a una pequeña estaca clavada en el suelo.

Se asombró de que tan corpulento animal no fuera capaz de liberarse de aquella pequeña estaca, y que de hecho no hiciera el más mínimo esfuerzo por conseguirlo.

Decidió preguntarle al hombre del circo, que le respondió:

-Es muy sencillo, desde pequeño ha estado amarrado a una estaca como esa, y como entonces no era capaz de liberarse, ahora no sabe que esa estaca es muy poca cosa para él. Lo único que recuerda es que no podía escaparse y por eso ni siquiera lo intenta.

Esto nos sucede a todos en algunos temas, en los que tenemos topes o barreras con las que chocamos porque siempre las hemos visto como insuperables, aunque ya hayamos crecido lo suficiente para vencerlas, y no lo hacemos solo por un algo que en algún momento nos detuvo.




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