Friday, October 31, 2008
285 - La puerta de la verdad
El más hermoso discurso que le oí pronunciar a Pablo VI –y le escuché muchos excepcionales- fue el de un 25 de enero, en la Jornada de la Unidad.
El Papa Montini, que era amigo de las grandes parábolas, contaba la historia de Berdiaef, el pensador ruso, aquel día que visitó uno de los más famosos monasterios ortodoxos, construidos, según la vieja tradición, con un bellísimo claustro central sobre el que se abrían, todas iguales, las puertas de las celdas de los monjes. Todas iguales, distinguidas únicamente por el nombre de un santo diferente sobre el dintel.
Berdiaef había sido recibido la tarde anterior con la exquisita delicadeza de los monjes orientales que le trataban como uno más entre ellos y le conducían a la celda monacal en la que debía vivir, como un compañero, mientras permaneciera en el monasterio.
Cuando llegó la noche, el silencio descendió sobre el monasterio. Cada monje ingresó en su celda y la paz se hizo dueña de claustros y pasillos. Era una noche cerradísima. Ni la luna brillaba en el cielo. Y Berdiaef sentía caliente su corazón: pensaba que un equilibrio así no se conocía en este mundo. Y, como no lograba dormirse, decidió pasear por el claustro, cuya belleza tanto le había impresionado. Ahora estaba envuelto en tinieblas, pero la serenidad respiraba en él como un gigantesco corazón. Se sintió lleno y feliz. Y perdió la cuenta de las vueltas dadas por el ancho recinto.
Cuando al fin se sintió dominado por el sueño, descubrió el problema con el que tenía que enfrentarse: era imposible distinguir la puerta de su celda, siento como eran todas idénticas. En la noche cerrada era completamente imposible distinguir los nombres de los santos que las diferenciaban. Y no sabía donde podrían estar las llaves de la luz. ¿Tendría que despertar a uno de los monjes? Su caridad se lo impedía. Y sólo tenía la solución de continuar dando vueltas y vueltas al claustro hasta que la mañana llegase.
Entonces sí; la salida del sol le dio luz suficiente para distinguir su puerta de las demás. Había girado en torno a ella, había pasado ante ella docenas de veces sin llegar a verla, y ahora, ahí estaba facilísima y evidente. Gracias a la luz.
Así –comentaba Pablo VI- nos ocurre a los hombres con la verdad. Vivimos encerrados en la noche del mundo y con frecuencia nos es casi imposible distinguir la verdad de la mentira. Giramos y giramos ante la puerta de la verdad, pasamos docenas de veces por delante de ella. Pero sólo la llegada de la luz –de la luz de Cristo, decía el Papa- nos permitirá distinguir la puerta de la verdad de tantas puertas parecidas y engañosas.
Es cierto: no es que la verdad esté lejos. Es que con frecuencia estamos ciegos de egoísmos y de cobardías. Pasamos y pasamos ante la que podía ser la puerta de nuestra dicha. Y nos agotamos dando vueltas en torno a ella sin verla. No es que la felicidad esté escondida o lejana. Es que no sabemos distinguirla, mientras giramos en el aburrimiento.
Thursday, October 30, 2008
284 - El idioma original de los hombres
Se ha dicho que el emperador alemán Federico II (+1250) quiso saber cuál era la primera lengua del mundo, o sea, la que hablaron Adán y Eva en el jardín del paraíso.
Y porque creía que todas las demás lenguas se aprenden por imitación, hizo separar un cierto número de niños recién nacidos -se dice que eran doce- para que se criaran aparte.
De este modo, según el emperador, si nadie les hablaba no podrían aprender la lengua de sus nodrizas y el idioma original brotaría de sus labios de manera espontánea.
Así se hizo. Las mujeres los cuidaban, los bañaban, pero no podían hablarles ni cantarles.
El resultado fue que, al poco tiempo, todos los niños se fueron muriendo de uno en uno.
¿La razón? Les había faltado la palabra.
Thursday, October 23, 2008
283 - Los ciegos y el elefante
Al comienzo del tercer milenio, el cristianismo se encuentra en una profunda crisis, precisamente en el espacio en que se produjo su expansión original, Europa. Se trata de una crisis basada en su pretensión de ser la verdad.
Se cuestiona la capacidad del ser humano para conocer la genuina verdad acerca de Dios y de las cosas divinas.
El hombre de hoy se encuentra reflejado, más bien, en la parábola budista del elefante y los ciegos.
Un rey del norte de la India ordenó que se reuniera en cierto lugar a todos los habitantes ciegos de la ciudad. Después dispuso que se llevara un elefante ante ellos. A unos les mandó palpar la cabeza. Les dijo: “Así es un elefante”. Otros pudieron palpar una oreja o un colmillo, la trompa, el torso, una pata, el trasero, los pelos de la cola.
Luego el monarca fue preguntando a cada uno: “¿Cómo es un elefante?”, y todos respondían según la parte que cada uno había palpado: “El elefante es como un cesto trenzado .., como un puchero …, como una reja de arado …, como un almacén .., como un pilar …, como un almirez …, como una escoba”.
A continuación –sigue refiriendo la parábola- todos se pusieron a discutir, y gritando: “El elefante es tal cosa y tal otra, se abalanzaron unos contra otros y empezaron a pegarse puñetazos, mientras el monarca se reía a carcajadas.
(cfr. H. von Glasenap, Die fünf grossen Religionen II, Dusseldorf 1957, 505)
El conflicto entre las religiones les parece a muchos que es como una riña entre los ciegos de nacimiento. Porque parece que todos somos ciegos de nacimiento ante los misterios de lo divino.
Wednesday, October 22, 2008
282 - Mal puedo yo entregar lo que no es mío
Pablo Victoria en su libro “El día que España derrotó a Inglaterra” (pp. 41, 46-48), narra un suceso durante el ataque contra la ciudad de Cartagena de Indias (Colombia) del francés Jean Bernard Desjeans, Barón de Pointis, en 1679.
Éste, amparado por la Alianza de Augsburgo, la atacó con más de 5.000 hombres, entre ellos 650 bucaneros reclutados en la costa de Santo Domingo, que entonces estaba en poder de los franceses. El 13 de abril de 1697, la Armada francesa fondeó en aguas de Cartagena y al poco conquistó la ciudad, saqueándola posteriormente:
Los cartageneros siempre recordaron con orgullo la heroica resistencia de Don Sancho Ximeno de Orozco, el castellano del fuerte que entonces guardaba la entrada por Bocachica, el de San Luis, que quedaba un poco más hacia mar abierto en relación con el actual, el de San Fernando, que fue construido después de que el almirante Vernon, cuatro décadas más tarde, destruyera definitivamente aquel heroico fortín.
Durante este asedio, la flota francesa se había colocado en forma de media luna alrededor del castillo San Luis, vomitando fuego sin tregua sobre sus muros. Asediaban el navío Scepter, con 650 hombres y 84 cañones; el Saint Lewis, con 420 hombres y 54 cañones; el Fort, con 450 hombres y 20 cañones; las naves Vermandois, Apollo, Furieux y Saint Michel, de 350 hombres y 50 cañones cada una. En segunda línea de fuego permanecían, para relevo, el Cristo, el Avenant, el Marin, y el Ecklatant, con un total de 350 hombres y 94 cañones. En tercera línea aguardaban los buques de transporte y otros de apoyo.
Don Sancho, resistiendo como podía con quince de sus cañones –pues la otra mitad había sido desmontada con grandes pérdidas de hombres a causa del infernal bombardeo-, no quiso entregarlo al poderoso enemigo. Pointis había hundido una lancha de refuerzos que desde Cartagena fue enviada para aliviar el sitio, en la que también venían dos frailes franciscanos que habían concurrido a la batalla, y esto fue lo que terminó de persuadir a los defensores del cerco sobre la inutilidad de la lucha.
Los franceses desembarcaron tropas de asalto y desde sus escuadras de guerra, compuesta de nueve navíos, nueve fragatas y un lanzabombas, continuaban martillando las defensas. Corría el 16 de abril. La situación era tan angustiosa para los españoles, que el mismo Pointis, compadeciéndose de ellos, envió a uno de los frailes capturados con un tambor –soldado éste que tocaría a redoble para anunciar la llegada- a solicitar la rendición del fuerte. Fraile y soldado se abrieron paso por entre los escombros y cadáveres, y en un momento en el que el fuego cesó para que se oyeran las voces de la embajada, al son del tambor, el fraile se acercó a las derruidas murallas y gritó:
-Traigo embajada para Don Sancho. Quiero hablar con él.
Y Don Sancho respondió:
-¿Qué queréis, buen fraile?
-El Barón de Pointis os manda a saludar y a solicitar que entreguéis el Castillo –contestó el cura.
-¡Decidle que mal puedo yo entregar lo que no es mío! –contestó el valiente defensor. Estas inmortales palabras quedaron para siempre grabadas en la mente y corazones de los cartageneros, quienes desde entonces las repetían por motivo de orgullo y valentía sin cuento para infundirse ánimo al enfrentar cualquier peligro.
Entonces, ante la tajante respuesta, el combate volvió a enfurecerse, y bajo la lluvia de fuego y metralla de tres mil fusiles invasores contra setenta hombres que defendían el fuerte, los franceses se fueron aproximando en oleadas sucesivas desembarcadas de los siete buques de transporte que traían hasta que ya les fue posible arrojar las granadas sobre los parapetos donde se escondían los defensores.
No habiendo ya casi hombres blancos para defender la posición, la guarnición mestiza y de color que quedaba se echó al suelo y arrojó las armas en señal de rendición, desquitándose de Don Sancho, quien tiempo atrás había sofocado por la fuerza una revuelta de negros cimarrones.
Inútilmente trató Don Sancho de hacerla pelear hasta el final, aún amenazando a los jefes con su daga. Al ver esto, los franceses pararon súbitamente el bombardeo y acallaron los fusiles para conocer el desenlace de la disputa. Don Sancho Ximeno, asomándose a la muralla y desgarrando el silencio de las armas, clamó con potente y desafiante voz, como león herido por el dardo:
-¡Aunque me quede solo, Barón de Pointis, no me rindo ni pido cuartel!
Después de lo cual procedió a encerrarse en alguna habitación que todavía quedaba en pie, no sin antes escuchar tras de sí las descargas de fusilería que enmarcaron su gesto.
Como el Barón amenazaba pasar a cuchillo a los combatientes que quedaban si no abrían la desvencijada puerta de acceso a la fortaleza, los negros y mestizos procedieron a quitar el terraplén que la protegía, echaron abajo los cerrojos, quitaron la pesada tranca y se la abrieron al enemigo. Los franceses se precipitaron sobre la entrada y, tras capturar al desarmado Don Sancho, se lo entregaron al Barón, diciendo:
-Barón, he aquí al defensor del Castillo. Ante lo cual espetó Don Sancho, con la voz agitada por la angustia y la refriega:
-Os aseguro, Barón, que ni me he rendido, ni he pedido cuartel, ni he entregado lo que no es mío –seguido de lo cual respondió el Barón en un gesto de caballerosidad todavía a la usanza de la época:
-Ya lo sé, pero un valiente caballero como vos tampoco debe estar desarmado. –Y quitándose la espada de su cintura se la entregó al valeroso español y concluyó: -Ahora sí, entregadme los almacenes, bastimentos y municiones.
-Aunque me hayáis obsequiado con vuestra espada, Barón, ya os dije que nada os entregaré. Pedidle cuanto queráis a Don Fernando Vivas, el artillero, quien lo tiene bajo su cuidado y a quien podéis mandar a sacar de la prisión adonde lo he tenido en capilla por no saber defender lo que no era suyo.
El francés quedó atónito y ordenó que le rindieran honores militares a tan gallardo y altivo caballero como no había conocido otro; luego lo invitó a cenar a su tienda de campaña y lo sentó a su lado derecho. Acaba la cena procedió a despacharlo hacía la isla de Barú con su familia como prisionero temporal.
No siendo Don Sancho capaz de conservar aquella espada de la deshonra, por las atrocidades que los hombres de Pointis cometieran en la ciudad, la entregó después con todos los honores a manos de la Virgen de Santa Catalina, imagen que adorna el retablo del Altar Mayor de la Catedral y que hasta el día de hoy se conserva allí.
Tuesday, October 21, 2008
281 - Si con mi cabeza pudiese ganar un castillo en Francia
Andrés Vázquez de Prada en su libro “Sir Tomás Moro”, p. 215, cuenta una anécdota sobre la ambición de Enrique VIII:
Aun no doblegando su autonomía interior, el Consejero fue uno de los amigos más apreciados por el rey, que encontraba en él sensatez de opiniones, firmeza de criterio y una sabrosa conversación. En los años en que era Vicetesorero de Inglaterra y este país se hallaba en guerra con Francia, Enrique VIII solía buscar el agrado de su compañía, presentándose en alguna ocasión en la finca de Chelsea.
Un día su yerno Roper vio con sorpresa que el rey, después de comer allí, salió a dar un paseo con Moro por las avenidas del bello jardín. Enrique había echado amigablemente el brazo alrededor del cuello de su Consejero. Cerca de una hora estuvieron charlando.
Roper veía con gozo desde una ventana cómo su suegro intimaba con el soberano, y “tan pronto como se fue Su Majestad hizo ver con gran regocijo a Sir Tomás Moro cuán dichoso era, pues el rey le había tratado con una familiaridad que nunca usó con nadie, excepto con el cardenal Wolsey.
Pero el suegro no era tan simple y vanidoso como para olvidar los muchos traspiés que da la fortuna. Así que con mucha calma respondió a su felicitación:
-Gracias doy a Dios, hijo, al ver que Su Majestad es verdaderamente buen señor conmigo, y pienso que me favorece tan especialmente como a cualquier otro súbdito del reino. No obstante, puedo decirte, hijo, que no existe razón alguna para enorgullecerse; porque si con mi cabeza pudiese ganar un castillo en Francia, de seguro que no la tendría ya encima.
Inglaterra se encontraba entonces en guerra, y Moro sabía lo suficiente acerca del carácter de Enrique VIII como para no hacerse ilusiones de ningún género por muestra externas de condescendencia.
Monday, October 20, 2008
280 - Volar alto
Francisco Fernández-Carvajal cuenta una parábola sobre el adocenamiento y la falta de ideales:
Dicen que un granjero subió a una montaña y bajó con un huevo de águila que tomó de un nido. Lo colocó entre los huevos que incubaban las gallinas, y al tiempo que nacieron los otros pollitos, apareció también un pollo de águila. Este aprendió las costumbres de sus compañeros.
Andaba por el corral comiendo gusanitos y alguna vez se lanzaba desde un elevado madero hacia el suelo gritando desaforadamente, igual que las gallinas.
Cierto día vio en el cielo la silueta de un ave que volaba muy alto.
-¿Quién es?, preguntó.
Y la gallina que tenía al lado le dijo:
-Es un águila, que vuela majestuosamente, sin apenas hacer esfuerzo. Pero no le mires más, porque nuestra vida no es como la de él, sino aquí en el corral.
El cuento termina diciendo que aquel pequeño águila nunca supo su condición y vivió hasta su muerte como una gallina de corral.
Friday, October 17, 2008
279 - Las vacas de mi padre
Sobre los Maasai y su fiereza narra lo siguiente Esther Toranzo, en “El corazón de Kenia”, pp. 142-143:
A finales de los años 80, fue noticia de los periódicos locales la historia de un niño Maasai al que unos turistas americanos encontraron herido y desangrándose junto a un camino de polvo, cerca de Maasai-Mara.
Los americanos llamaron a los servicios médicos de urgencia y acompañaron al pequeño en el autogiro de la Cruz Roja hasta ingresarlo en el Nairobi Hospital; también pagaron sus gastos de hospitalización.
(...) No recuerdo el nombre del niño Maasai, pero sí la historia. Tenía doce años y estaba cuidando las reses de su padre, que pastaban tranquilas; el muchacho no se dio cuenta de que un grupo de leones se aproximaba hasta que vio a uno saltar sobre unas de las vacas.
Entonces corrió y, con todas sus fuerzas, clavó su lanza en el cuello del león, que soltó la presa y se alejó despacio, seguido de los otros. La vaca (todo fue tan rápido) estaba apenas arañada y siguió pastando; pero el pequeño, herido y sangrando, se quedó allí vigilando, por si los leones volvían.
El periodista europeo que hacía el reportaje, preguntó al muchacho:
-¿Y qué hubieras hecho si los leones hubieran vuelto? Estabas herido y solo.
El niño contestó:
-Hubiera clavado mi lanza en todos ellos hasta que hubiesen huido o me hubiesen matado: eran las vacas de mi padre.
La sonrisa del muchacho Massai era de orgullo: de hijo que ha defendido lo que su padre le confió y que sabe, además, que las vacas son lo más valioso que tiene la familia y la tribu entera.
Thursday, October 16, 2008
278 - Como el elefante de Severo
En la novela de Robert Graves sobre el conde Belisario, p. 154, se cuenta esta anécdota:
-Tendré la paciencia de esperar veinte años, si hace falta –le confió a mi ama-, como el elefante de Severo.
El elefante de Severo es conmemorado por una estatua cercana a la Galería Real, casi frente a la entrada principal del Hipódromo (en Constantinopla).
El elefante había esperado veinte años para apresar a cierto cambista de dinero por cuyo testimonio habían encarcelado a su amo en una prisión para deudores, donde había muerto.
Veinte años después, mientras marchaba en una procesión, el animal había reconocido al cambista en la multitud alineada en la calle y tras apresarlo con la trompa lo había pisoteado hasta matarlo.
Las investigaciones demostraron que el cambista había sido un ladrón y un perjuro, de modo que se erigió una estatua en honor del elefante, representándolo con el amo sentado sobre el cuello. El lema es: “Al fin será vengado”.
Muchos de los que sufren injusticias privadas o públicas se consuelan con el mensaje del elefante.
Wednesday, October 15, 2008
277 - Aprender a callar
Alfonso Francia en su libro “Anécdotas de la Historia”, p. 31:
Una vez se le acercó a a Isócrates, famoso orador griego de la antigüedad, un individuo que, con gran derroche de palabras vanas, pidió ser admitido como discípulo.
Se dice que Isócrates, en efecto, lo admitió, pero quiso cobrarle el doble que al resto de los alumnos. Ante las protestas del candidato, el maestro repuso:
-Contigo el trabajo es doble: a ti debo enseñarte primero a callar, y cuando hayas aprendido esto, a hablar correctamente.
Tuesday, October 14, 2008
276 - Bebería ese café inmediatamente
De una historia atribuida a Winston Churchill:
La primera mujer que entró en el Parlamento británico se llamaba Lady Astor. Tenía una lengua muy mordaz, pero con Churchill no hacía carrera.
Maliciosamente un día le dijo al entonces Ministro de la Marina:
-Si yo fuera su mujer, Sr. Churchill, le envenenaría el café.
La respuesta de Churchill:
-Si yo fuera su marido, Lady Astor, bebería ese café inmediatamente.
Wednesday, October 01, 2008
275 - Se le derramaban los alimentos sobre el mantel
F.H. Drinkwater en sus “Historias catequísticas, II, n. 1117:
Uno de los cuentos de los hermanos Grimm nos habla de un hombre que vivía con su hijo ca-sado. El anciano se encontraba cada vez más débil y sus manos temblaban. Con frecuencia, mientras comía, se le derramaban los alimentos sobre el mantel, lo que molestaba mucho a la nuera, la cual, finalmente, puso al anciano una silla aparte de la mesa, junto a la chimenea.
-Es mejor que se siente aquí para comer –le dijo-. De este modo podremos tener limpio el mantel.
Su marido no se atrevió a intervenir y, desde entonces, el anciano hacía sus comidas aparte, pero como el temblor de sus manos fuera en aumento, y en cierta ocasión, rompió un plato, que se le cayó al suelo, la nuera enojada, le sirvió al día siguiente la comida en un tazón de madera.
-Aquí tiene –le dijo-. Si se comporta como un animal, hemos de tratarle como si lo fuera.
El marido, aunque avergonzado, guardó silencio.
El matrimonio tenía un hijo pequeño. Por la noche, después de cenar, el niño encontró un trozo de madera y se entretuvo en vaciarlo con un cuchillo. Interesado, su padre preguntó qué hacía.
-Estoy haciendo una escudilla de madera para que comáis mi madre y tú cuando seáis viejos.
Ambos se miraron llenos de vergüenza y arrepentimiento. Y, en adelante, el anciano comió de nuevo en la mesa con la familia.